Yasujirō Ozu: ¿genio o propagandista?
A 120 años del nacimiento del director nipón nos preguntamos por los aspectos más políticos de su cine, uno que todavía sigue siendo tabú por la inviolabilidad del mito y que genera debate más allá de Japón
Madrid Creada:
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Estamos en septiembre de 1937. El cabo Yasujiro Ozu es movilizado por el ejército japonés al frente de Manchuria, ya camino del ecuador de la treintena. El ansia expansionista del imperio hace que la llanura del noreste de la actual China esté sembrada de trincheras, y que aquel joven que soñaba con ser director de cine (y que llevaba ya unos años tras las cámaras) se vea obligado a sumarse al batallón de armas químicas durante casi dos años. La experiencia le transformará para siempre: su cine, eminentemente social, se había manchado hasta entonces solo del barro de la Gran Depresión que destrozó a su país; pero a partir de entonces se empapará de la sangre y la miseria que goteó de las ruinas racistas de la pesadilla construida por Hirohito. «Un bebé que apenas acababa de salir del vientre de su madre jugaba con un saco de pan seco (...) Le manaba sangre de los párpados que se le había coagulado en el mentón; su rostro parecía sereno, de tanto como había debido llorar», escribía Ozu en su diario personal, en abril de 1939.
Cuando se cumplen 120 años del nacimiento del mito, responsable de verdaderas obras maestras de la cinematografía global como «Primavera tardía» (1949) o «Cuentos de Tokio» (1953), bien vale la pena volver a lo más crudo de sus tesis, casi siempre asociadas al costumbrismo pero que esconden una riqueza sociopolítica muchas veces menospreciada. Quiere la casualidad, además, que el centenario de Ozu llegue a unos meses de que la «Oppenheimer» de Christopher Nolan pueda alzarse con el Oscar, filme todavía pendiente de estreno en Japón por el escozor en esas heridas que el director se empeñó en cerrar a pura empatía. Quiere la conmemoración, además, que una remasterización en alta definición de «Historia de un vecindario» (1947) vuelva a los cines españoles para recordar al director.
Cuando Ozu se marchó al frente llevaba cerca de una década encargándose principalmente de guiones mudos de una hora –firmados como propios o bajo el pseudónimo de James Maki–, aunque sus temáticas, como las de «Días de juventud» o «Vida de oficinista» (ambas de 1929) no le habían colocado todavía en las listas del régimen imperial, ni como director peligroso ni como realizador capaz de colocar la propaganda. En 1932 dirige la que muchos consideran su primera obra maestra, «He nacido, pero…», en la que ya se comienza a deslumbrar el ingenio de Ozu para hablar de lo que le interesaba sin despertar suspicacias: dos hermanos, enrabietados tras descubrir que su padre no es el hombre más importante de su empresa, viven una estrafalaria aventura. Ahí están las conversaciones triviales, las discusiones que revelan castas y sistemas de honor intrínsecos a la sociedad japonesa y, sobre todo, la idea del desengaño, esa que articulará la desolación del cineasta que mejor contó la posguerra en Japón.
Descrito en multitud de ocasiones como un cineasta de la cotidianeidad, Ozu ha encontrado en los últimos años varios e interesantes análisis críticos de su cinematografía que, si bien entienden el contexto histórico de su obra, señalan como mucho más interesantes ciertos aspectos. En el libro «Theorising National Cinema» («Teorizando el Cine Nacional»), Valentina Vitali y Paul Willemen se acercan al director japonés: «Ozu es considerado, por los propios japoneses, como el director más japonés. (...) Entre 1939 y 1952, las películas de Ozu pasaron por la censura militar. Primero por la imperial y luego por la americana. (...) y en 1947, ‘‘Historia de un vecindario’’ fue criticada por la autoridad estadounidense de censura, porque el futón en el que el niño se orinaba por la noche guardaba cierto parecido con la bandera de Estados Unidos». ¿Es eso suficiente para señalarle como propagandista? No, ni mucho menos es la intención de los autores, que sí creen que el autor «jugó con la ambivalencia» para poder seguir contando sus historias.
La belleza de una conversaciónAunque, como a todos los maestros, a Ozu se le llegara a criticar por «hacer siempre la misma película», lo cierto es que su cuerpo fílmico posterior a la Segunda Guerra Mundial no puede ser más rico. Es ahí donde destacan películas como «Cuentos de Tokio» (1953), quizá su demostración más obvia de genialidad revolviendo la consciencia más universal a través de un puñado de conversaciones donde cabe todo. Esa belleza, la que es capaz de hacer florecer los sentimientos cuando en la pantalla no está ocurriendo nada demasiado dramático, es en realidad la maestría del director hablando por sí misma. Ozu es capaz de emocionar epatando, apenas subrayando lo que quiere contar y huyendo de lo melodramático. Ello centraba un tótem en forma de documental como «Tokyo-Ga», dirigido por Wim Wenders en 1985. En él, el director alemán intentaba conectar con la herencia misma del japonés recorriendo su cine a la vez que recorría el país. La radiografía del país, y de ese carácter mismo de la «japonesidad» que trasciende las películas de Ozu, también se puede analizar a través de libros como el que escribió, «La poética de lo cotidiano» (Gallo Nero), y que se puede adquirir con traducción de Amelia Pérez de Villar; o «Yasujiro Ozu» (Cátedra), escrito por Antonio Santos.
Parece obvio, tras el visionado del filme que vuelve ahora a las salas, que Ozu quería en realidad demostrar que es el pueblo el único que siempre pierde en las guerras (a través de la historia de un supuesto huérfano que va rebotando de casa en casa), pero eso no va en detrimento de otras aproximaciones. «Yo solo sé hacer bien el tofu, y nada más», se le atribuye al mito japonés, responsable también de la creación del género «shoshimin» (en japonés, «pequeño burgués»). Casas señoriales, con familias venidas a menos, intentan sobrevivir a país desolado. Y es ahí donde autores como Woojeong Joo (en el ensayo «The Cinema of Ozu Yasujiro») se cuestionan si esa identidad japonesa, en realidad, no es una perpetuación de la propia «japonesidad», de lo identitario desvestido ya de racismos feroces: «Los personajes de Ozu no pueden escapar a las constricciones de la sociedad (...), pero tampoco las cuestionan. Uno también puede preguntarse, de hecho, si no es eso también un elemento crítico. Si Ozu, en realidad, se está riendo de la pequeña burguesía japonesa por la que la guerra ha quedado en anécdota», escribe en su análisis.
Sea como sea, y más allá de los juicios descontextualizados, el rigor histórico nos habla de que Ozu, estrictamente hablando, sí fue un propagandista: el director rodó, forzado, una película para el régimen imperial. Poco se sabe de ella, más que estaba tan avergonzado por esa mancha en su carrera que la acabó quemando coincidiendo con la rendición de Japón al final de la Segunda Guerra Mundial. «Fue la forma que tuvo de evitarse la humillación de los juicios por los que tuvieron que pasar varios de sus colegas», escribía sobre el asunto el también director Paul Schrader analizando su cine.