Agricultura

Agricultura indignada versus agricultura libre

La vicepresidenta de la Generalitat valenciana, Mónica Oltra, junto al agricultor Vicent Martí
La vicepresidenta de la Generalitat valenciana, Mónica Oltra, junto al agricultor Vicent Martílarazon

La semana pasada, Mónica Oltra acudió al Fórum Europa de la mano de Vicent Martí, a quien muchos ya han tildado como el «agricultor indignado» debido al discurso incendiario que pronunció en esta sede. Durante su alocución, Martí lanzó toda una plétora de clichés populistas que, aun cuando en algunos casos se basaban en críticas razonables –por ejemplo, su denuncia del mecanismo expropietario usado abusivamente por nuestras Administraciones Públicas o de los privilegios estatales con los que cuentan muchas grandes empresas–, sólo terminaban cristalizando en una soflama anticapitalista y demagoga dirigida a ensalzar las políticas del nuevo gobierno valenciano y, muy en particular, de su autorreconocida amiga Mónica Oltra.

Precisamente, fue Oltra quien en su discurso posterior resumió la esencia del mensaje que deseaba trasladar Vicent Martí: «Todas las grandes civilizaciones que abandonaron y se olvidaron de la tierra terminaron fracasando, por grandes y conquistadoras que fueran. Para Vicente, nuestra conexión con la tierra es la misma conexión indestructible que tenemos con nuestra madre». En otras palabras, de lo que se trataba era de promover un papel más preponderante de la agricultura —y, muy en particular, de la agricultura sostenible— dentro de nuestro tejido productivo a través de una acción política «ética».

Ignoro de dónde habrá extraído Vicent Martí el registro histórico de que todas las civilizaciones que abandonaron la tierra fracasaron. Al cabo, casi todas las extintas civilizaciones históricas eran civilizaciones agrarias, que hacían de la tierra su modo de vida prácticamente único. De hecho, la historia nos muestra más bien el camino inverso: la revolución en la productividad agraria —y el consecuente éxodo rural— desde finales del s. XVIII permitió pavimentar la senda hacia la revolución industrial que tanto contribuyó a multiplicar nuestros estándares de vida.

No por casualidad, en la actualidad los países más ricos del mundo son aquellos que destinan un menor porcentaje de su Producto Interior Bruto y de su población laboral a la agricultura. Comparen a los paupérrimos Afganistán (24% de su PIB concentrado en la agricultura), Sudán (30%), Etiopía (42%) o Chad (53%) con los ricos EEUU (1,4%), Suecia (1,4%), Dinamarca (1,3%) o Suiza (0,7%). O compárenlos también en términos de empleo: en Afganistán, el 78,6% de la fuerza laboral se dedica al campo; en Sudán, el 80%; en Etiopía, el 85%; en Chad, el 80%; en cambio, en EEUU, Suecia, Dinamarca y Suiza, el porcentaje oscila entre el 0,7% y el 3,4%. No parece que el haberse atascado en el campo haya contribuido a mejorar la calidad de vida del primer grupo ni que el abandono del agro haya ido en perjuicio de la prosperidad del segundo grupo.

En este sentido, España todavía destina el 2,5% de su PIB y el 4,1% de su fuerza laboral a la agricultura, por lo que, siguiendo la experiencia del resto de países más desarrollados que el nuestro, cabe prever que el abandono del campo por parte de la economía española vaya a proseguir durante las próximas décadas. Justamente, sólo una economía desarrollada ha conseguido revertir este negro sino del sector primario: Nueva Zelanda. Allí, el 7% del PIB y de la población laboral gravitan en torno a la agricultura.

¿Cómo ha conseguido este país, ubicado geográficamente en nuestras antípodas, avanzar hacia una agricultura altamente productiva y competitiva? Pues colocándose también en las antípodas de nuestra muy intervencionista política agraria: eliminando todas las subvenciones y trabas estatales al libre desarrollo de la actividad en el sector primario. En un documento publicado hace una década, la principal organización agraria del país —Federated Farmers of New Zealand Incorporated— escribía las siguientes líneas que bien podrían ir dirigidas a aplacar los miedos y los errores de Mónica Oltra, de Vicent Martí, de los eurócratas comunitarios defensores de la PAC y, en general, de todos aquellos que sostienen que la mejor forma de defender al agricultor es mediante subsidios y regulaciones varias: «Los agricultores temen por su futuro, por el de sus familias y por el de las comunidades en las que viven. Temen la destrucción a largo plazo de la tradicional agricultura familiar con la que sueñan. Pero para la agricultura familiar, hay vida después de los subsidios. De hecho, la vida después de los subsidios es mucho mejor que la dependencia de las dádivas gubernamentales».

Para lograr que el agro español tenga futuro, necesitamos muchos menos discursos anticapitalistas y proestatistas. Necesitamos exigirles a nuestros políticos nacionales y europeos más libre mercado agrario: algo que, por desgracia, no parece que vayan hacer ni Mónica Oltra ni Vicent Martí por mucha indignación que imposten. Su discurso proestatal y anticapitalista es la mejor receta para condenar al campo a una agónica extinción.