País Vasco
“El vertedero de Zaldibar era una bomba de relojería”
Desde hace años, los vecinos de Ermua desconfiaban de esta escombrera tóxica. El trasiego de camiones durante el día y la noche era constante y enuncian que llegaban desde otros países europeos «sin control». «Nos obligan a reciclar nuestra basura y allí amontonaban de todo», critican
En las calles de Ermua y Eibar no se habla de otro tema. Han pasado ya 17 días desde que un desprendimiento de tierra en el vertedero de Zaldibar se tragase a dos operarios, y los posteriores incendios lanzaron al aire partículas de furanos y dioxinas tras la combustión de los desechos almacenados en la escombrera de la empresa Verter Recycling. «Era un bomba de relojería», describen a LA RAZÓN los vecinos de Ermua. Poco más de 500 metros es la distancia entre el colegio de primaria San Lorenzo y el vertedero. Desde cualquier punto del patio es visible esa montaña de residuos. Solo les separa la autopista AP-8, la misma donde el pasado 6 de febrero cayeron más de medio millón de toneladas de basura procedentes del derrumbe, obligando a cortar su circulación.
Mientras la nube tóxica del incendio del vertedero tomaba el cielo de Ermua, los niños jugaban tranquilamente en el patio ajenos al peligro que suponía respirar ese aire contaminado que emanaba de la montaña. «El olor a quemado era muy fuerte. Y los picores en la garganta y los ojos, inaguantables», describe una vecina a LA RAZÓN, que prefiere mantener el anonimato por miedo. «Todos los niños estuvieron chupando aire durante más de una semana porque el Gobierno no dijo nada hasta que suspendieron el partido, porque claro, ¡ellos sí, son sus futbolistas!», cuenta con enfado e ironía. Tras el derrumbe, el Ayuntamiento optó por poner en los portales unos carteles que explicaban que no pasaba nada y que todo estaba bien. Sin embargo, todavía no se habían colocado los dispositivos para medir el aire.
Residuos descontrolados
En efecto, fue la cancelación de un partido de fútbol de Primera División lo que desató la indignación de la población, que hasta ese momento no fue informada de las consecuencias fatales para la salud de esa catástrofe medioambiental que sorprendió a los vecinos. En las localidades afectadas por el vertido, todos reconocen que algo raro sucedía en ese vertedero, aunque nadie denunció la situación o las irregularidades que ellos veían día a día. «El trasiego de camiones era constante. Tanto por el día como por la noche llegaban enormes tráilers al vertedero, pero nadie sabía qué almacenaban en su interior», explica otra vecina. «Algunos procedían de Francia, Austria y Portugal», dice, para luego afirmar que «si venían de tan lejos a dejar aquí sus residuos, sería por algo. ¿Qué traerían esos camiones europeos que no pudieran echar en sus países?», denuncia.
El de Zaldibar era un vertedero «low cost» y, a su vez, la principal escombrera de residuos industriales del País Vasco. Su instalación en la ladera del monte Montía, con dos centenares de metros de desnivel y enormes pendientes, carece de todo sentido. Ubicado a escasos metros de dos núcleos urbanos, su sola presencia chirría. «A quién se le ocurre levantar un vertedero tan cerca de un colegio. El de San Lorenzo lleva más de treinta años en pie», se lamenta otra vecina. El vertido de residuos se hacía de manera tan descontrolada, que aunque su vida útil se situaba en 35 años, en solo una década habría alcanzado su capacidad. La escombrera contaba con capacidad para 2,74 millones de metros cúbicos, lo que supone unos 80.000 metros cúbicos y unas 118.000 toneladas anuales. Teniendo en cuenta que la actividad comenzó en 2011 y que en 2017 se vertieron hasta 380.000 toneladas, luego en 2018 ascendieron a 540.000 y en 2019 sumaron otras 510.000, en su interior se estaba vertiendo entre tres y cuatro veces el vertido autorizado anualmente. Ese incremento excedería la capacidad del vertedero rápidamente dado que en nueve años ya había ocupado más de la mitad del volumen total del vertedero. En su interior se almacenaba todo tipo de residuos.
«Días antes de la tragedia, llegó un camión con pescado podrido», denuncia otra vecina. «Nos hartamos de separar y de reciclar en casa, y después, fíjate, allí lo almacenaban todo sin separar y sin control alguno. Es increíble. A esa pescadería –dice señalando– le precintaron el local por no tener un papel y a los del vertedero, nada», se lamenta, al tiempo que reclama mantener su identidad oculta por temor. Desde que la tragedia golpeó a esta tranquila localidad vizcaína, las informaciones sobre irregularidades en la actividad de Verter Recycling se multiplican. Transportistas que frecuentaron la escombrera de Eitzaga contaron en el programa de la televisión vasca «Euskadi Irratia» lo que todos los vecinos sospechaban desde hace tiempo. Allí entraba una gran variedad de residuos contaminantes de distinta procedencia que no eran separados en zonas o habitáculos especiales, sino que se depositaban según llegaban mezclados y ocultados después juntos bajo la tierra. El vertedero tenía la Autorización Ambiental Integrada de 2007 concedida por el Gobierno Vasco que le permitía el vertido de residuos procedentes de la construcción con amianto, además de otra decena de tipos.
Los residuos de construcción que contienen amianto son enormemente peligrosos, pues unas pocas fibras del mismo pueden producir cáncer en unos años. El Real Decreto 1481/2001, que regula el depósito de residuos en vertederos, permite almacenar los que poseen amianto en vertederos de residuos no peligrosos en determinadas condiciones: tienen que depositarse en una celda especial y estanca, no puede contener otro tipo de residuos y es preciso cubrirlos diariamente. Según admitió el consejero vasco de Medio Ambiente, Iñaki Arriola, el vertedero almacena 16.148 toneladas de amianto, el equivalente a 1.468 camiones de tamaño medio. Todo ello, en medio de testimonios que afirman que los camiones depositaban este material cancerígeno sin el más mínimo control y sin esconderse. Pese a ello, el amianto era solo uno de los problemas de descontrol en la escombrera. No en vano, representaba solo el 0,57% de los 2,8 millones de toneladas de residuos que albergaba en el momento del derrumbe.
Picores, derrames y asfixia
«A saber qué encuentran ahí», comenta una vecina. «Jamás lo sabremos», le responde otra. La sensación de engaño es común en las calles de Ermua. Nadie se fía de las autoridades. Además de por la tardanza en la recuperación de los cuerpos de los dos trabajadores desaparecidos, los principales partidos de la oposición en el Parlamento vasco también arremetieron contra Íñigo Urkullu por la incapacidad para hacer frente a los incendios detectados en la escombrera a partir del 14 de febrero, unas llamas que lejos de apaciguarse continúan emanando de la basura. Todavía hoy, los familiares de los dos operarios sepultados –Alberto Sololuze y Joaquín Beltrán– esperan impacientes que las excavadores encuentren entre el montón de residuos los cuerpos de sus familiares, un hallazgo que les dará, por fin, algo de paz en medio de la tragedia.
María Socorro pasea por las calles de Ermua tapándose la boca con la bufanda. A medida que se acerca al vertedero, acelera el paso: «Desde el incendio, tengo un desgarro en los ojos y me cuesta respirar», dice esta vecina de 87 años. Mayores y jóvenes sufren con mayor virulencia los efectos de la toxicidad del aire. «A mi hija le cuesta respirar y le pican los ojos», asegura Pili. La venta de agua embotellada se ha triplicado en ambas ciudades. Y, pese al levantamiento de las restricciones, nadie se fía.
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