Gastronomía

Grandes de España: Sacha Hormaechea, el alma de la gastronomía

Genuino, vibrante y castizo a su modo, juguetón, curioso y enfant terrible

Sacha Hormaechea
Sacha HormaecheaCedida

Por lo general, cada uno de nosotros elegimos un oficio o lo que nos deja la vida. Sin embargo, en otros casos, hay almas libres, con un talento innato y tan natural, que toquen el palo que toquen lo hacen con una gracia inconfundible. Sacha Hormaechea es una de ellas, un espíritu sin cortapisas que combina su pericia en la cocina, con esa capacidad de contar historias con las que embruja a cada uno de los vagamundos que piden manduca en la casa. De Sacha solo se sabe la hora de inicio, pero no cómo ni cuándo se acaba. Su aire bohemio, alejado del encorsetamiento de la alta cocina, es otro de sus grandes atractivos, que se une a esa visión tan particular que proyecta, en gran parte por su pasión por la fotografía, área en la que arrancó andanzas este seductor de Madrí.

Así, la fotografía, el cine y el periodismo vieron crecer a un Sachita que estaba y está en su torrencial proceso creativo. Sin embargo, su vinculación con las cosas de comer le terminó llevando por estos derroteros. Fueron sus padres Carlos Hormaechea y Pitila Mosquera, con la apertura del restaurante, los que sin saberlo le fueron marcando el camino hasta convertirse en el cocinero que es hoy. Tras la desaparición el de sus progenitores, se hizo la cabeza visible del restaurante bautizado con su nombre , situado desde 1971 en el número 11 de la calle de Juan Hurtado de Mendoza del Foro, en un callejón de los milagros que todos quieren atravesar. Este icono de la restauración madrileña es un género en sí mismo. Genuino, vibrante y castizo a su modo, juguetón, curioso y enfant terrible. Nunca le gustó el colegio, tampoco fue mucho, pues en su lugar le llevaba su padre al Rastro, y se nota en su visión autodidacta y heterodoxa de las cosas.

Su cocina es tradicional, moderna tal vez, siempre desatada cuando a él le viene en gana, y desde luego rica, gustosa, y que permite, que siempre es lo mejor, poder ir al restaurante a hacer lo que Dios manda: ligar, cerrar un negocio, o sólo para ser un diletante más de la ciudad.