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Ada Colau: A lágrima viva y con la miel en los labios

La alcaldesa fue abucheada por el público y Cuixart salió en su defensa

Por ilusión o miopía, alguien pudo pensar que el invitado que Ada Colau asomó al balcón para pregonar las fiestas del barrio de Gràcia, en Barcelona, en lugar de Jordi Cuixart, era ese hombre perfecto que servirá de molde para su nueva escuela de masculinidades. Antes de que alguno de los asistentes pudiese probar si sus proporciones anatómicas se correspondían con los ideales de armonía y belleza con los que Leonardo da Vinci dotó a su hombre vitruviano, irrumpió el expresidiario indultado.

Frente a los abucheos, broncas y pitadas del público que interrumpían a la alcaldesa sin dejarle pronunciar palabra, él salió en su defensa como un fiero paladín ardiendo en ansias de combatir por ella. Le arrebató groseramente el micrófono y arrojó expresiones con tono más aguafiestas que parrandero, como cabría esperar en un festejo popular.

El anhelo de hombre perfecto que Colau promete a las catalanas se desvaneció y poco importó ya si la longitud de sus brazos extendidos era igual a su altura o si la distancia desde la punta de la barbilla a la parte superior de la cabeza acercaba a Cuixart a la perfección renacentista. El acto resultó un auténtico tratado de bochorno y desconsideración hacia su anfitriona.

A Cuixart le incomodaron los vagidos de la alcaldesa, abucheada en su propio barrio, y tomó el micrófono. A ella se la vio angustiada. Sus gestos revelaban nerviosismo, se le cayó la mascarilla al suelo y recolocó su postura. Mientras Cuixart hablaba, ella pestañeaba repetidamente mirando incrédula a su compañero, apretaba sus labios tratando de contener lo que era evidente y movía las manos de forma errátil. Sollozó y rápidamente se limpió las lágrimas antes de que se abrieran paso a lo largo de las mejillas. Era más el estupor que su propio abatimiento. Finalmente, tragó el llanto y le volvió a mirar con un gesto de fingida aprobación.

Desde ese día, los medios de comunicación y redes sociales repiten un titular: “machirulo al rescate de la damisela humillada”. Machirulo es un adjetivo que ella misma usó para descalificar a Ortega Smith a cuenta de un belén alternativo instalado en Navidad en la plaza Sant Jaume. El político de Vox replicó con otra floritura: “Es como Ada Colau, una cosa deslavazada”. La alcaldesa ha confesado que es de naturaleza llorona, pero ahora que no atraviesa su mejor momento político, esta imagen de fragilidad podría costarle cara.

Se hizo con la alcaldía de un modo fulgurante. Pasó de ser una desconocida a convertirse en el rostro de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y, sin más escuela política que la calle, se aupó al consistorio. Ha definido el activismo como fuente de felicidad y ha animado a la desobediencia civil. Republicana y nieta de emigrantes que llegaron de Huesca y Soria, aún se tiene que pellizcar cuando coincide con celebridades como Serrat o Alexandria Ocasio-Cortez. “Tengo esa sensación de extrañeza”, declaró en una entrevista, sugiriendo cierto síndrome del impostor.

El poder institucional, donde es difícil crear una de esas redes amigables que encontró en sus días de algaradas callejeras, le podría estar llevando al desgaste personal. Su compromiso de una Barcelona amable y segura choca con el enfado de una ciudadanía que se ha cansado de la suciedad, la inseguridad y el hedor de sus calles. Aunque admite que la crítica es saludable, no es esta la primera vez que le provoca desconsuelo. Rompió a llorar en la última campaña electoral al recordar el barrio El Guinardó, donde se crio. También en 2018, después de un pleno del consistorio en el que no recibió los apoyos suficientes para el tranvía que uniría la Diagonal. Volvió a hacerlo en junio de 2019, en una entrevista radiofónica en la que, entre sollozos, desveló que los insultos le habían llevado a plantearse el abandono de la política. Habló con la voz rota e, igual que en el balcón de Gràcia, mantuvo la mandíbula apretada y la mirada desviada hacia arriba evitando que sus ojos vidriosos acabasen en un mar de lágrimas.

Los ciudadanos desconfían y dicen que llora sobre moqueta, que es la pura expresión del término radical chic con el que Tom Wolfe satirizó a esa izquierda exquisita y agitadora política que redime su conciencia social con una apariencia de vecina del quinto mientras su estilo de vida la emparenta con el poder. El episodio del balcón atiza los rumores sobre su futuro incierto. Una vez desmentido que intentará el salto a la política nacional de la mano de Yolanda Díaz, le queda el feminismo. Es su particular coto de veda y ahora lo consolidará con el centro de masculinidades que abrirá en octubre en el paseo Picasso de Barcelona. Con él quiere promover una imagen mucho más “diversa, rica y feliz de posibles masculinidades. Imaginarios diferentes de lo que significa ser hombre”. Está empeñada en reconducir sus instintos y crear en él nuevos hábitos de conducta que amortigüen su naturaleza violenta: menos grasas animales y menos esteroides que aumentan su masa muscular. Eso dice su programa. Compañías como la de Cuixart, con esas maneras talegueras curtidas después de casi cuatro años en prisión, afean cualquiera de sus propósitos.