Ucrania
Escuelas búnker bajo el metro de Jarkiv
Más de un millar de alumnos de toda la ciudad ucraniana puede continuar sus estudios sin preocuparse por los bombardeos rusos y volver a socializar con sus compañeros
«Es una aventura. Cada mañana el autobús nos recoge, me encuentro con mis amigos y nos trae hasta la escuela. Los echaba de menos», explica la pequeña Kateryna, de 7 años. Tiene el pelo rubio, los ojos de un intenso azul cielo y esgrime una sonrisa de oreja a oreja. Está en una de las 67 clases acondicionadas por el Ayuntamiento de Jarkiv dentro de varias estaciones de metro del centro de la ciudad, donde, cada día alrededor de 1.400 alumnos, en varios turnos, han vuelto a la educación presencial. La pequeña aprovecha el tiempo libre rellenando su libro de colorear, mientras sus compañeros disfrutan del recreo. «Cuando sea mayor seré enfermera, como mi madre, para ayudar», explica.
La voz aguda de la chiquilla contrasta con su tono adulto. La guerra ha hecho envejecer demasiado rápido a muchos niños. Sobre todo, a los más pequeños, los cuales se arremolinan en las siete clases que han sido instaladas en la parada de metro de Universytat, en cuyos pasillos el eco de las risas de los aproximadamente 140 estudiantes hacen olvidar que la estación se ha convertido en un gran búnker que salvaguarda tanto su seguridad física como protege, durante unas horas, lo que queda del frágil candor que la guerra les ha robado. «Mi papá está con los uniformes», dice Kateryna, mezclando inocencia y consciencia sobre el conflicto de atrición que la rodea en todo momento.
«Hemos construido estas instalaciones en un mes. Todos los estudiantes cuentan con los materiales para seguir con sus lecciones. Cada clase tiene varios tutores para ayudar a los profesores. Además, cada una de las estaciones donde se han establecido tiene a su disposición un doctor y un psicólogo. La iniciativa está teniendo mucho éxito. Desde que empezó, a principios de septiembre, estamos recibiendo más y más peticiones de familias que quieren traer a sus hijos», explica Valery Mykolayovych, subdirector del Departamento de Educación de Járkiv. De esta manera, el metro de la ciudad vuelve a ser un salvavidas. En los peores días de los bombardeos, sobre todo al principio de la invasión rusa, alrededor de 160.000 personas trasladaron sus vidas a las estaciones y vagones varados. Al menos 7.000 de ellos eran menores de edad.
Como sus compañeros, alrededor del cuello Kateryna lleva atado un pañuelo, en su caso púrpura, que los identifica según el lugar del que provienen. Ese color es para los que vienen del distrito de Osnovyanski. El amarillo es para los que llegan del de Saltivka, uno de los más castigados por las bombas del Kremlin, y el naranja para los de Khohodnogirkyi. Hay otros colores, pero el único que no está presente es el rojo. Algo que es fácil de comprender, teniendo en cuenta el contexto histórico (Járkiv era una de las ciudades de las que la extinta Unión Soviética se mostraba más orgullosa), pero endiablar una tonalidad es tan absurdo como intentar coger un arcoíris con las manos.
«Doy clases de matemáticas a alumnos de primer grado (entre 6 y 7 años). Aquí los niños se sienten mucho más seguros que en casa. Durante muchos meses, la única opción educativa que han tenido era vía online, algo que no es bueno para su desarrollo. En estas clases se relacionan, hacen actividades, aumenta su sentimiento de pertenencia y cuentan con los materiales necesarios», explica Natalya, de 40 años, delante de sus alumnos excitados por la llegada de las bandejas de comida que reparten los voluntarios, que consiste en una hamburguesa y un zumo de frutas. «La construcción de estas escuelas ha sido un acierto. El metro proporciona una seguridad que sería imposible de obtener en otro edificio, o centro, en la superficie».
Desde el inicio del conflicto, en febrero de 2022, el Gobierno de Kiyv ha contabilizado la destrucción de 1.300 escuelas. «Los rusos siguen llevando a cabo una campaña de destrucción de los centros educativos ucranianos. Las escuelas no son un objetivo militar, y muchas están en desuso, pero las siguen bombardeando. El hecho de que sigan empeñados en destruirlas es una prueba evidente de que quieren destruir nuestra cultura. Es un crimen de guerra», explica Gregory, representante de la oficina de prensa de Jarkiv. A pocos metros y en la plataforma situada justo debajo, los trenes de pasajeros van y vienen sin cesar.
Sobre sus cabezas, la guerra continúa. No obstante, «aunque desde el metro todavía se escuchan ligeramente las alarmas antiaéreas», las cuales siguen azotando los cielos de Jarki, «estas casi pasan desapercibidas. En cambio, en sus casas, los niños pueden oírlas», con las terroríficas consecuencias que eso conlleva, «y eso detiene las clases, ya que tienen que dirigirse a los refugios. La educación continuada es fundamental para su desarrollo», añade la profesora. «Hace un año, el único tema de conversación entre los niños era la guerra. Por eso la seguridad que proporcionan estas escuelas es tan importante. Aquí hemos conseguido que, durante unas horas al día, olviden el conflicto y vuelvan a ser niños. Ser parte de esto es algo muy especial», concluye Natalya.
Al acabar su jornada, los pequeños se agrupan delante de la puerta de la clase y, en fila india, se dirigen hacia la salida. Las caras bisoñas, insufladas de vida, introvertidas o estampadas con la mirada del pillo sin malicia parecen las de cualquier menor contento por haber terminado otra jornada entre libros y amigos. Atrás quedan las pizarras verdes, las enormes pantallas planas donde dan las lecciones y el pequeño patio de recreo con juguetes que hay al fondo de cada clase, puesto que no hay sitio para los jardines que deberían estar disfrutando.
Afuera les esperan los autobuses que los llevarán de vuelta a casa, flanqueados por una patrulla policial que los acompaña en todo momento. Mañana, cuando vuelvan, volverán a reencontrarse con esa parte de su vida que les fue robada, pero que vuelve a abrirse camino a pesar de las amenazas en la superficie.
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