Guerra en Ucrania

Jarkiv vuelve a la vida a pesar de los bombardeos rusos: "Hemos vuelto, eso es señal de que Putin ha perdido"

Más de 4.000 edificios han sido dañados por las bombas, las alarmas antiaéreas siguen tronando, pero eso no ha detenido al millón de habitantes que ha reactivado la ciudad

El Ejército del Kremlin sigue golpeando la ciudad de Jarkiv, a 40 kilómetros de la frontera con Rusia y de población rusoparlante pero de nacionalidad ucraniana
El Ejército del Kremlin sigue golpeando la ciudad de Jarkiv, a 40 kilómetros de la frontera con Rusia y de población rusoparlante pero de nacionalidad ucranianaAfp

El bullicio en la majestuosa estación de ferrocarril de Jarkiv es un síntoma inequívoco de que la segunda ciudad de Ucrania, situada a tan solo 40 km de la frontera rusa, ha vuelto a recuperar gran parte de su vida. La derrota del Ejército del Kremlin en el frente Norte, donde han pasado de la agresión a la autodefensa, ha propiciado que los residentes vuelvan a los espacios privados y públicos legítimamente suyos. De momento, sobre 1 millón de los 1.5 millones de habitantes ha vuelto a sus casas, según cifras del Ayuntamiento. Los negocios están reabriendo, el estrépito del tráfico y los tranvías vuelven a llenar las carreteras, a pesar de que, varias veces al día, las alarmas antiaéreas siguen recordando a los ciudadanos que la guerra está cerca.

Algo que también es evidente en los edificios destruidos por los misiles lanzados por las tropas de Moscú. “Más de 4.000 han resultaron dañados. Casi un tercio de ellos fueron alcanzados directamente”, según Yevhen Pasenov, subdirector del Ministerio de Desarrollo Regional, Construcción, Vivienda y Servicios Comunales de la ciudad. Ningún barrio ha escapado del horror de la metralla. No obstante, en las amplias zonas verdes como el emblemático parque Shevchenko es fácil olvidar la desazón.

Las canciones de los músicos callejeros rivalizan con los gritos de los niños que juegan, el sonido más puro de la vuelta a la vida. Varias parejas de recién casados, ellas con el vestido blanco y ellos de traje o uniforme, se fotografían para inmortalizar su felicidad. Las terrazas están llenas de gente de todas las edades disfrutando de los últimos días calurosos antes de la llegada del crudo invierno. Muchos jóvenes han vuelto a recuperar sus aficiones: “el skate es mi deporte favorito”, explica Stefan, de 15 años, sujetando su tabla en la que hay pintadas varias calaveras y una bandera ucraniana.

“He pasado todo el verano con mis amigos aprendiendo nuevos trucos. Los bombardeos ya no me asustan, nos hemos acostumbrado. Los cerdos rusos han perdido”, dice con orgullo, un tanto desmedido, mientras a su alrededor, en la plaza delante de la Filarmónica de Járkov, los adolescentes como él se reúnen, teléfono móvil en mano, para disfrutar de una juventud robada durante más de un año de agresión rusa. De repente, la estridencia de las alarmas antiaéreas vuelve a llenar el vacío del cielo. Pero casi nadie corre, pocos buscan el refugio más cercano. Stefan y sus amigos continúan ejercitándose, se ríen, aunque en sus ojos el miedo todavía es evidente.

La vida ha conseguido abrirse paso, pero la guerra sigue muy presente. Un ejemplo es el Mini Hotel Ryleev, situado cerca de la estación de ferrocarril, el cual fue uno de los pocos alojamientos que mantuvieron las puertas abiertas cuando, durante los peores días de la invasión rusa, la ciudad estaba bajo una lluvia incesante de bombas. En aquel tiempo oscuro el hotel acogía al puñado de periodistas, entre los que se encontraba el que suscribe, que llegaron hasta aquí. Ahora se ha convertido en un lugar de peregrinaje de los soldados de permiso destinados en el frente Norte y Este del país, para reunirse con sus familias antes de volver a la batalla.

Yana, de 38 años, y Taras, de 43, están en el jardín sentados en uno de los balancines. No pueden dejar de tocarse, abrazarse y susurrarse confidencias al oído. “Le echo tanto de menos. Somos de Kyiv. A él lo han destinado al frente y por eso paso mucho miedo. Muchos amigos nuestros han muerto. En cualquier momento, le puede pasar a cualquiera”, explica ella. “El deber de todo ucraniano es defender a su país. Si nos quedamos en casa los rusos ganarán. Estoy dispuesto a darlo todo, pero seguro que las cosas irán bien”, dice rápidamente este lampista, ahora soldado, cogiéndole la mano a su esposa, en cuyos ojos el amor y el miedo chocan sin remisión.

La resiliencia de Saltivka

El distrito de Saltivka, al norte de la ciudad, fue el más castigado por los bombardeos ordenados por el Kremlin contra centros residenciales donde no había objetivos militares. Ataques de castigo contra la población que había decidido quedarse, incluidos los que, ya sea por lazos familiares o políticos, en un principio apoyaban las ilusiones imperiales del presidente ruso, Vladimir Putin. Muchos no tardaron en cambiar de opinión.

Siempre había pensado que el pueblo ruso era nuestro hermano. Yo crecí en una época en la que Járkov era una ciudad orgullosa, fuerte y llena de gente venida de cualquier parte de Rusia, y del mundo”, explica Yulia, de 74 años, quien todavía vive en el sótano de su edificio. “Cuando empezaron los bombardeos no podía creerlo. ¿Por qué nos quieren matar? ¿Qué les hemos hecho para que nos odien así? Mi padre luchó en la Segunda Guerra Mundial contra los nazis, y ahora los agresores son ellos. Nunca volveré a pisar Rusia. Para mí han dejado de existir”, sentencia, sentada en el parque con columpios oxidados y varios cráteres profundos que hay delante de su edificio.

Gran parte de los 300.000 residentes de Saltivka no ha vuelto. Casi todas las grandilocuentes colmenas de bloques de pisos que forman su skyline fueron alcanzadas. La reconstrucción está en marcha, pero los agujeros producidos por los obuses y las ventanas cubiertas con maderas siguen siendo parte del paisaje. LA RAZÓN informó desde este distrito cuando sus calles amplias, típicas del estilo de la arquitectura soviética, estaban cubiertas con los restos de los cientos de miles que habían huido del lugar a toda prisa. Maletas desventadas, ropa sucia de todo tipo arremolinada y hasta colgando de los árboles tal que fantasmas, juguetes abandonados como la inocencia de los niños que los habían dejado atrás, restos de electrodomésticos, papeles, libros, envoltorios de comida y un sinfín de efectos personales de los desahuciados.

Una visión del infierno que, poco a poco, está quedando atrás. Ahora se ven grúas de construcción entre los bloques de pisos y camiones cargando los materiales para reacondicionar las casas cuya estructura siga siendo segura. No obstante, queda mucho por hacer y llevará tiempo. “Legalmente, las casas destruidas en la guerra sólo pueden reconstruirse 90 días después de que haya cesado la batalla activa”, según indicó Yevhen Pasenov, subdirector del Ministerio de Desarrollo Regional, Construcción, Vivienda y Servicios Comunales de la ciudad, a Deutsche Welle. “El trabajo que la gente ha hecho aquí lo hace bajo su propio riesgo”.

En muchos portales todavía son visibles los ladrillos apilados, ennegrecidos y cubiertos de ceniza donde los que decidieron quedarse jugándose la vida cocinaban entre bombardeo y bombardeo. El agua, el gas y la electricidad fueron de los primeros servicios en caer. “Pero ya han vuelto a una buena parte de las viviendas ocupadas”, dice Oleksandr, un treintañero que acarrea dos bolsas de comida. “Muchos supermercados han reabierto, la línea de autobuses funciona de nuevo y, por la mañana, se vuelve oler el café de los quioscos callejeros. Hemos vencido, eso es la prueba”. Sin embargo, Járkov sigue siendo objetivo de los misiles lanzados por el Ejército de Moscú.