Oriente Próximo
Irak coge oxígeno 20 años después bajo la sombra de la corrupción y la influencia de las milicias
El país recupera gradualmente la normalidad tras el desvanecimiento de Dáesh con el cierre en falso de la enésima crisis política
Las postales de Leo Messi con la albiceleste levantando la Copa del Mundo en Qatar o Cristiano Ronaldo posando con la elástica del Al Nassr en su presentación oficial con el club saudí están a la venta en la concurrida calle Mutanabbi de Bagdad junto a los retratos del imán Ali, primo y yerno de Mahoma y referente del chiismo, la confesión del islam predominante en Irak. También están expuestas las del clérigo Muqtada al-Sadr, el principal aspirante a liderar el país, y Qasem Soleimani, el comandante de las fuerzas de élite de la Guardia Revolucionaria iraní asesinado en 2020 a manos de Estados Unidos en un ataque con dron sobre el aeropuerto de Bagdad, donde murió en compañía de otra figura venerada por los suyos, Abu Mahdi al-Muhandis, quien fuera la cara visible de las Fuerzas de Movilización Popular, un mosaico de milicias chiíes que cerraron filas in extremis para repeler el avance de Dáesh. La iconografía de las tiendas de la capital iraquí reserva un espacio para otros personajes populares, como el Che Guevara o Mike Tyson. Ningún retrato pasa desapercibido.
Bagdad nunca duerme. Hay movimiento a todas horas, en casi todas las franjas del día. El tráfico es intenso y el calor, sofocante. Pero nada detiene ya el ritmo de una ciudad frenética que hasta hace apenas unos años temía caer en manos de los yihadistas, como antes lo habían hecho Faluya o Mosul, y que hoy presume de una seguridad sin precedentes desde principios de siglo. «La situación ha cambiado mucho, especialmente en los dos últimos años», aseguran Sadiq y Amer, dos comerciantes callejeros que venden zumo a orillas del Tigris. No solo se refieren a la naturaleza de las amenazas del autodenominado Estado Islámico, ya en un claro segundo plano, sino a la situación política, económica y social. A pesar de las secuelas de la invasión norteamericana, de la que se ha cumplido este año el 20 aniversario, la posterior guerra civil, el auge y caída de Dáesh y, por último, la pandemia de Covid-19, Irak empieza a remontar el vuelo.
Pero las heridas todavía suturan. Sadiq aún conserva recuerdos duros. Hace memoria mientras Amer permanece en silencio, cabizbajo. Dos de sus primos, cuenta este vendedor ambulante, fueron asesinados por los yihadistas y colgados en la calle Haifa, una de las principales arterias de la capital en la que combatieron en 2007 las tropas estadounidenses y el Ejército iraquí mano a mano contra el ISIS. La extensa avenida, de unos tres kilómetros de largo, traza una divisoria entre barrios de mayoría chií y suburbios predominantemente suníes. En consecuencia, relata Sadiq, acabó conociéndose como la calle «de la muerte». Historias como la suya brotan y se extienden como una mancha por todo Bagdad. Sin embargo, en su horizonte solo queda espacio para el optimismo. Sadiq confía en poder sacar adelante su vida a pesar de las circunstancias, pero no en una clase política que, asegura, «no puede hacer nada bueno».
«Seguimos en conflicto», reconoce en una recepción con este periódico el director de la mezquita Al-Yasin de Bagdad, que alberga las tumbas de Musa al-Kazim y Muhammad al-Jawad, séptimo y noveno imán del chiismo duodecimano. La lucha contra Dáesh persiste, especialmente en el centro y en el sur del país. De hecho, los remanentes del grupo yihadista han protagonizado varios ataques a lo largo de las últimas semanas en las provincias de Saladino y Kirkuk, a poco más de tres horas en coche de la capital. Estos incidentes puntuales, casi anecdóticos, no ocultan que la violencia terrorista en Irak registra hoy sus cotas más bajas desde 2003.
«La imagen de los atentados, de la violencia sectaria o de las milicias no se corresponde con la realidad. Cuando vas por la calle tienes una sensación de plena seguridad. Hay muchas medidas en este sentido, por supuesto, pero muchas menos que hace dos años», subraya Ignacio Álvarez-Ossorio, catedrático de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad Complutense de Madrid, en conversación con LA RAZÓN. «La derrota del ISIS se ha traducido, incluso a nivel económico, en mejoras tangibles. Ahora ves los zocos abarrotados, la gente comprando, los restaurantes llenos… parece que poco a poco esa situación tan delicada se está encauzando, aunque no significa que haya dejado de ser crítica. Los problemas endémicos siguen sin resolverse».
A simple vista, pudiera parecer que las condiciones económicas resultan secundarias en un entorno inflamado por la violencia. Nada más lejos de la realidad. Hacer vida en Bagdad, una gran ciudad de casi nueve millones de personas no es fácil. Para estos comerciantes callejeros, llegar a fin de mes se convierte a veces en una quimera. «Es imposible ahorrar, vivimos al día, simplemente sobrevivimos», insiste Sadiq ante la atenta mirada de un guardia de seguridad que husmea por la zona. En la otra orilla del Tigris, Bashir coincide. Este profesor de inglés pudo haberse marchado hace 15 años a Estados Unidos, pero no quiso. «Tengo toda mi vida aquí, mi familia, mis amigos, mi casa…», explica. Hoy, para poder vivir con algo más de holgura, regenta una librería en la que vende desde ediciones de «Los hermanos Karamázov», del mítico novelista ruso Fiódor Dostoyevski, hasta las memorias del expresidente de Estados Unidos, George W. Bush, tituladas «Momentos decisivos», en las que, por cierto, llegó a poner por escrito haberse opuesto a la idea de invadir Irak.
Los pequeños comerciantes no son los únicos que tienen problemas para cuadrar las cuentas. Con una economía mutilada por la corrupción, el coste de vida disparado y una inflación al alza, decenas de funcionarios se congregaron a principios de mayo en la icónica plaza Tahrir de Bagdad para pedir al Estado un aumento de los salarios. Exigieron, además, mejoras de los servicios públicos, para lo que el Gobierno del primer ministro Mohamed Shia al-Sudani se ha visto obligado a tomar medidas que aplaquen el descontento. La estabilidad de su Ejecutivo dependerá asimismo de la estabilidad de los precios del petróleo. El país cuenta con una de las cinco mayores reservas de «oro negro» del mundo, un bote salvavidas que no siempre funciona.
¿Fin de la crisis?
Lo que parecía una parálisis política interminable acabó resolviéndose en octubre de 2022, justo un año después de que se celebraran las elecciones legislativas. El Parlamento aprobó entonces el nombramiento de Al-Sudani y el resto de piezas de su gabinete. Fueron meses de tensiones en las calles y en las instituciones entre las dos principales fuerzas políticas chiíes del país, el soberanista Movimiento Sadrista, heredado por el influyente clérigo Muqtada al-Sadr, y el denominado Marco de Coordinación, una plataforma de partidos que conforman, entre otros, Estado de Derecho, del ex primer ministro Nuri al-Maliki, o la Alianza Al-Fatah, dirigida por Hadi al-Amiri, el secretario general de la Organización Badr, un grupo armado asociado a Irán y bien conectado con su Guardia Revolucionaria.
El Movimiento Sadrista ganó las elecciones con 73 de los 329 escaños, pero fue incapaz de tejer una mayoría con sus socios suníes y kurdos. El Marco de Coordinación respondió con una negativa tajante para facilitar la gobernabilidad, amenazado por el fuerte respaldo popular que levanta la figura de al-Sadr entre sus bases de la comunidad chií. Es omnipresente. Su imagen está desplegada en rotondas, fachadas de edificios, negocios y esquinas. Es idolatrado por cientos de miles de personas en Irak, que le perciben como una auténtica divinidad. Otros, sin embargo, le sitúan a la sombra de su padre, el gran ayatolá Mohamed Sadeq al-Sadr, asesinado por su oposición al régimen de Sadam Husein.
En mitad del bloqueo político, Al-Sadr lanzó un órdago y decidió retirar a todos sus diputados en señal de protesta; una jugada que buscó sin éxito remover el tablero. El Parlamento repartió las plazas vacantes y los números acabaron favoreciendo al propio Marco de Coordinación, que designó a Al-Sudani en tiempo récord. La toma de poder de este exministro de Derechos Humanos, desaparecido de la vida política durante años y percibido en algunos sectores como un títere en manos de Al-Maliki, las milicias proiraníes y Teherán, propició una serie de enfrentamientos entre partidarios de Al-Sadr y las Fuerzas de Movilización Popular en la Zona Verde de Bagdad, hoy blindada por el Ejército, después de que las hordas del clérigo irrumpieran en el Parlamento. Los incidentes pusieron de relieve la influencia de las milicias en las disputas políticas.
En realidad, las muestras de agotamiento del sistema político impuesto por Washington después de la invasión, basado en un modelo de reparto sectario del poder similar al libanés, aunque tácito, en que la presidencia recae sobre un kurdo, la jefatura del Gobierno sobre un chií y la presidencia del Parlamento sobre un suní, tienen mayor recorrido. Se remontan a octubre de 2019, cuando estallaron en Bagdad y otros puntos del país las protestas del Tishreen, las cuales, pese a ser reprimidas por las fuerzas de seguridad con una dureza desproporcionada, de la que también participaron las milicias chiíes que operan como una extensión independiente del Ejército, consiguieron tumbar al entonces primer ministro Adil Abdul-Mahdi. De aquellos días quedan repartidos por toda la ciudad enormes murales en los que aparecen, sobre todo, dibujos de mujeres iraquíes con lemas revolucionarios. Es un grito de ruptura generacional que todavía no ha encontrado eco.
«Todo el mundo esperaba que cuando se fuera Sadam esto cambiara en algún sentido», señala Álvarez-Ossorio. «Lo que finalmente ha ocurrido es que se ha instalado una clase política corrupta, que no resuelve los problemas de la gente y que, además, en la mayoría de los casos tiene una agenda sectaria. Es decir, que no se sabe muy bien si gobierna por el interés de Irak y de los iraquíes o por el de algunas potencias de la región. Esas son las tres razones de ese cóctel molotov, de esa gran desafección de buena parte de la población con sus gobernantes». El autor de libros como «Qatar. La perla del Golfo» (Planeta, 2022) o «Siria: la década negra» (Catarata, 2016) hace referencia, entre otras cuestiones, a la elevada tasa de abstención que se registró en los últimos comicios. Solo uno de cada cuatro iraquíes acudió a las urnas, de acuerdo con los datos difundidos por la Comisión Electoral Suprema. Un boicot en toda regla que puso en duda la legitimidad del sistema. «Muqtada al-Sadr es muy consciente de esta problemática, porque no es tan mayor como otros dirigentes, y tiene claras inclinaciones populistas. Por eso, propone combatir la corrupción, resolver los problemas de la gente o combatir el sectarismo, aunque pueda caer en contradicciones», explica Álvarez-Ossorio.
«No todos los iraquíes somos iguales», responde Bashir con cierta resignación desde el mostrador de la tienda, prácticamente vacía a última hora de la tarde. Como tantos otros, no solo sufre en sus carnes el desprecio de sus gobernantes, sino que también carga con el peso del estigma de la comunidad internacional. Bashir pone énfasis en las dificultades que se encuentra a la hora de obtener un visado con el que volar a Europa, adonde quiere viajar en compañía de su familia. Sigue sin entenderlo porque, para él, «Irak es un país pacífico».
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