Opinión

Embrujo

Érase una vez, en un aeropuerto muy lejano, un señor del fútbol y un futbolista señor. Él, directivo, el «seny»; y él, un goleador. Él, Nicolás Casaus, esencia del barcelonismo, la elegancia azulgrana, el «savoir faire», el hombre cercano que compartía muchas horas y muchos viajes con los jóvenes talentos, a quienes aconsejaba. Y él, Enrique Castro, Quini, un tipo con un corazón tan grande que cuando se le rompió no hubo nadie capaz de recomponerlo. Ni Dios. Posiblemente llegó su hora. Casaus y Quini compartieron muchas horas, y fue en Múnich, al cruzar el primero el arco detector de metales, que aquello empezó a pitar. Metió la mano en un bolsillo y encontró una cucharilla. Sorpresa. Le hicieron pasar otra vez, y él, caballero de los pies a la cabeza, otra vez cruzó y de nuevo pitó aquel chisme. Otra cucharilla más. En la tercera repetición de la jugada, Casaus, sin perder la calma ni la compostura, sin quitarse los pantalones como un Laporta cualquiera, miró a lrededor y descubrió a un grupo de jugadores del Barça partiéndose de risa. ¡Ay, tunantes!

Superada la prueba del detector al cuarto intento, Quini se acercó a él, cariñoso, le rodeó los hombros con el brazo y se disculpó. Él le gastó la broma. Casaus le abrazó, como un padre al hijo travieso, y rió con él. Quini, ese delantero centro «al que buscaba la pelota» (Diego Armando Maradona), ese «amigo que se fue sin despedirse» (Schuster) una gélida noche de finales de febrero, ha dejado un vacío tan grande que para llenarlo en la medida de lo posible, su estadio, El Molinón, también llevará su nombre. Y siempre, siempre, lo recordaremos. Esencia de humanidad; puro embrujo.