Estreno

"Cometierra": Una historia que se mancha para limpiar la conciencia

Lo nuevo de Prime Video transforma el dolor latinoamericano en una serie de realismo mágico, humana y luminosa

"Cometierra": Una historia que se mancha para limpiar la conciencia
"Cometierra": Una historia que se mancha para limpiar la conciencia Prime Video

Hay series que llegan sin hacer ruido y terminan clavándose bajo la piel. “Cometierra”, que Prime Video estrenó ayer, es una de esas ficciones que no buscan aplausos fáciles ni titulares escandalosos. Se sienta en el borde de la herida latinoamericana y, con un suspiro de polvo, la convierte en relato. Daniel Burman, junto a Cris Gris y Martín Hodara, toma la novela de Dolores Reyes y la traslada a la Ciudad de México, donde la tierra no es metáfora sino testigo: habla, recuerda y duele.

Aylín, interpretada con una sorprendente madurez por Lilith Curiel, es una adolescente de barrio que descubre un don tan raro como poético: al comer tierra puede ver el destino de los desaparecidos. Lo que podría parecer un recurso fantástico termina siendo una forma de justicia íntima, casi doméstica. Pero lo de Aylín no es un super poder; su heroísmo se sostiene en la terquedad de seguir buscando cuando todos se acostumbran al silencio. La acompaña un puñado de jóvenes que también cargan con cicatrices invisibles y un país que parece desenterrar sus propios fantasmas.

La serie se mueve entre la denuncia y la ternura, entre la tragedia y el humor que aún resiste en los márgenes. No hay golpes de efecto ni lágrimas impuestas: Burman apuesta por un realismo mágico urbano, donde lo sobrenatural se mezcla con la rutina del barrio, las fiestas improvisadas y las conversaciones que curan. La cámara observa con respeto, sin miseria ni estetización de la pobreza, y permite que cada plano respire con el ritmo de quienes lo habitan.

El elenco sostiene el pulso con naturalidad. Curiel deslumbra sin aspavientos; Harold Torres y Roberto Aguilar encarnan la otra cara del desencanto, mientras Yalitza Aparicio aporta esa presencia cálida que basta con una mirada. Las apariciones de Mabel Cadena y Rubén Albarrán completan una galería de personajes que podrían cruzarse en cualquier esquina mexicana, argentina o colombiana. En ese espejo mestizo radica gran parte del encanto de “Cometierra”: reconocer en sus rostros y acentos una historia que nos pertenece a todos.

La música, con el sello de Natalia Lafourcade, es otro personaje más. Su tema principal, “La Cometierra”, condensa la esencia de la serie: una mezcla de dolor, misticismo y esperanza que flota sobre el aire polvoriento. Es cierto que en algunos momentos la avalancha de canciones populares compite con la atmósfera íntima del relato, pero hasta ese exceso tiene sentido: suena como la vida misma, caótica y llena de ruido. Suena a Latinoamérica.

Más allá de su componente sobrenatural, “Cometierra” habla de algo muy concreto: de los feminicidios, de los cuerpos ausentes, de las madres que buscan y de los jóvenes que ya crecieron sabiendo que el miedo forma parte del paisaje. Pero no se instala en el lamento, sino en la posibilidad de reparación. Aylín no quiere ser mártir ni salvadora; quiere entender, reconciliarse con la tierra que la alimenta y que al mismo tiempo le devuelve las voces de quienes ya no están.

Burman logra un equilibrio difícil: filmar el dolor sin convertirlo en espectáculo. Lo hace con una sensibilidad que evita la solemnidad y con un toque de ironía que ventila el drama. Hay momentos de ternura absurda, de humor mínimo, de humanidad pura. En un tiempo saturado de ficciones urgentes, “Cometierra” se permite la pausa. Nos recuerda que la justicia también puede oler a tierra húmeda, que la memoria se mastica y que, a veces, ensuciarse las manos es la única forma de mantenerse limpio.