Opinión
Pendientes de un hilo
Las cosas parece que van bien, que la red que uno afanosamente ha ido tejiendo con el fin de aislar su pequeño rincón en el mundo es lo bastante fuerte y segura como para recogerse dentro de ella en caso de necesidad, que los parapetos que aquí y allá con no poco esfuerzo ha levantado le servirán de defensa y protección cuando el destino o lo que sea se tuerza y haya que buscar refugio… Hasta que un día, de repente y sin avisar, cuando menos se espera, uno de los eslabones que servía de unión entre esas cosas que iban bien se suelta de golpe, y la cadena se rompe, y la red se deshace, y los parapetos se vienen al suelo. Y es entonces cuando uno tiene la impresión de que se ha enredado en la red y se le traban los pies en la cadena, que alguno de los parapetos se le ha caído encima, que el andamio en que se sustentaba su vida corre peligro de desmoronarse como un castillo de naipes.
El hilo del que pende todo, eso era, el hilo que sujeta las cosas, las que hacemos nosotros y las que nos imponen los demás, el hilo en el que alguien va colgando todo lo que a uno le va saliendo al paso en la vida: la sombra de la covid, por ejemplo, y la del invierno con los precios de la luz desaforados, y la del temor al desabastecimiento y el apagón…
El hilo que, sin que nos demos cuenta, se tensa y se rompe por el punto menos pensado, que es casi siempre también el más cargado, aquel en el que más peso se ha ido acumulando, el de las ilusiones por ejemplo, porque las recogemos todas y no desechamos ninguna, o el de las esperanzas, que nos aferramos también a todas y hacemos todo lo posible por guardarlas, o el de las aspiraciones, en particular las más secretas, aquellas que arden dentro y nos van alumbrando en las sombras…
Un hilo invisible y tan frágil como el que tiende la araña.
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