Opinión
Una catetada
Así, con este término tan coloquial que ni siquiera el diccionario de la RAE lo recoge, calificó el ministro Iceta la negativa del Ayuntamiento de Barcelona a levantar una estatua de don Quijote frente a la playa de la Barceloneta. Y lleva razón, pero bien podría haberle hecho llegar a tiempo su opinión al grupo municipal de su partido en el consistorio barcelonés, que votó en contra de la iniciativa.
Sorprende en todo caso la rotundidad de su reproche, a lo mejor porque con el cargo y la cartera de Cultura que lleva a cuestas se le han caído las anteojeras. Las anteojeras ideológicas y tiznadas de rencorosa politiquería con que se mira ahora por estos lares (casi) todo lo que lleva membrete español. Aunque se trate de un personaje literario universal, tan conocido o más que su creador, un privilegio que solo un puñado –Ulises, Hamlet, Sherlock Holmes…– ha logrado alcanzar. Aunque Cervantes prodigara generosos elogios a Barcelona, la única ciudad real que visitan el caballero manchego y su escudero: “Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes…, y en sitio y en belleza, única”, escribe en la segunda parte del Quijote.
A Barcelona, que contaba por entonces con unos 33.000 habitantes, llegan don Quijote y Sancho la víspera de san Juan. Lo que más les llama la atención es el mar, que no lo habían visto nunca antes. Y a orillas del mar, en la playa de la Barceloneta, justamente en el mismo lugar donde ahora se le niega la estatua, dos días después de su llegada a la ciudad, el noble hidalgo enamorado de Dulcinea es derrotado por el Caballero de la Blanca Luna (su amigo Sansón Carrasco en realidad), que le obliga a volver a su tierra, concluyendo de este triste modo sus aventuras caballerescas.
El mismo triste modo con que ha concluido la aventura de su estatua.
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