Opinión
Objetos perfectos
Escribe Josep Pla, hablando sobre el paraguas, que es este uno de los objetos más perfectos y acabados, no susceptibles de modificación apreciable, y por eso mismo intemporales. Y añade que su origen hay que buscarlo en la cúpula arquitectónica, con la que ciertamente guarda un notable parecido.
Tiene razón, como casi siempre, el autor ampurdanés, al que muy pocos autores igualan en cuanto a finura de observación se refiere (basta para ello con hojear “Les hores”, libro que un servidor relee con el mayor gusto y provecho siempre que tiene ocasión).
No se sabe al parecer el nombre del que lo inventó (a lo mejor un gallego), pero sí la intención con que lo hizo: atraer y tener entretenidos a los nublados en lo que más les gusta, que es ver cómo se mueven allá abajo esos redondeles de diverso colorido y repiquetear en ellos la música del tambor.
En la lista de los objetos perfectos ocupa el segundo lugar, según Pla, la rueda, cuya invención, asegura, revolucionó el mundo y facilitó la vida del ser humano, que no tuvo ya necesidad de arrastrar las cosas.
Completan esa lista otros cuatro más, y por este orden: el reloj, la pipa, el timón de las embarcaciones y los pantalones, estos últimos por la misma razón que los paraguas: su forma intemporal, inmune a todo cambio sustancial (“¿Pueden ser los pantalones objeto de alguna modificación esencial? No lo creo”, dice textualmente.)
En cuanto al reloj, lo sería del todo, perfecto, si además del tiempo que es igual para todos, midiera también el particular de cada uno, que nunca discurre uniforme al mismo paso porque está sujeto a mil vaivenes, los de fuera y los de dentro, los de la vida y la intemperie y los del corazón y la cabeza, que lo mismo da.
Y hablando de los relojes, los más genuinos y verídicos, y desde luego los más naturales y menos sujetos a la mecánica, son los relojes de sol, usados ya desde tiempos muy remotos. Acaso porque eran aquellos tiempos más meditadores y menos apresurados que los actuales, era costumbre asimismo grabar al lado de estos relojes, que en castellano se llamaban también cuadrantes solares, una inscripción, una divisa, una frase breve y sentenciosa que invitaba a reflexionar sobre el tiempo y su inexorable transcurso. Dichas inscripciones, que obligaban a detenerse unos instantes a quienes consultaban la hora, eran generalmente de tono admonitorio y muchas de ellas estaban escritas en latín, como la famosa “Vulnerant omnes, ultima necat”: Todas (las horas) hieren, la última mata.
Seguramente, de habérsele consultado, Borges habría añadido algunos objetos más a la lista: el libro (“el más asombroso de los instrumentos del hombre”), el tablero de ajedrez, la llave, la espada y, sin duda, el espejo.
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