Opinión

Profesores

Imagen de alumnos entrando en un colegio de Barcelona
Imagen de alumnos entrando en un colegio de BarcelonaQuique GarciaAgencia EFE

Vuelven otra vez las jornadas de huelga de los profesores en Cataluña. Y parece que llevan razón, dada la negativa del Departament d’Ensenyament a retirar algunas de las medidas que han despertado la unánime protesta de los docentes. Llama la atención que hasta el sindicato más afín al partido que lleva las riendas del Govern convoque y secunde los paros. Al margen de otras cuestiones, será tal vez porque han aprendido una lección, que sin duda les viene muy bien. La lección de cómo se las gastan algunos partidos cuando se trata de negociar. Los partidos que se autoproclaman progresistas y dialogantes, y que a la hora de la verdad son los menos dispuestos a la flexibilidad y la concesión. Porque el diálogo es su estandarte, cuando no su coartada, y lo enarbolan a los cuatro vientos en toda circunstancia y ocasión, pero siempre que sea un diálogo en que se acepten y acaten velis nolis sus propuestas. De lo contrario, imbuidos como están de esa superioridad moral e intelectual que ellos mismos se atribuyen, no dudan en acusar al otro de intransigencia. Es su modus operandi, y lo ejercitan con habilidad, en este y en otros asuntos.

Y entre el Departament que representa a la Administración y los sindicatos que no se sabe bien a quién representan (especialmente en la enseñanza secundaria: la participación en las elecciones sindicales es mínima), están los profesores.

Nadie trabaja con un material tan delicado, los niños y adolescentes. Pocas profesiones hay tan importantes, pues de ellos, de los profesores, depende la educación de las nuevas generaciones. Y, sin embargo, apenas se les reconoce su labor. Zarandeados por unos y por otros, convertidos sin quererlo ni buscarlo en centro de batallas ideológicas y disputas políticas, utilizados con frecuencia como cabezas de turco en cuestiones ajenas a su quehacer (la polémica sobre la aplicación de una sentencia judicial sobre las horas de enseñanza en castellano es un ejemplo), asisten con desánimo y perplejidad al espectáculo. Sobreviven como pueden en muchos casos, y bastante hacen con no sucumbir.

Han estudiado una carrera y se han preparado lo mejor que han podido para ejercer su profesión, pero todo el mundo se cree con derecho a decirles cómo tienen que hacer su trabajo, desde los políticos de turno, expertos todos según parece en cuestiones educativas aunque no hayan pisado un aula desde los catorce años, hasta las asociaciones de padres y el concejal del barrio. Y por supuesto los pedagogos, que allá en sus despachos alumbran sobre cómo enseñar a enseñar y elaboran directrices y formularios para que los profesores no se olviden de que deben cumplir también con sus funciones burocráticas.

Nadie, en cambio, les consulta cuando se trata de reformar los planes de estudio o de legislar sobre los currículos y métodos de aprendizaje, temas sobre los cuales debería contar, y mucho, su opinión.