Opinión

Veranos y cenizas

Vecinos colaboran en las labores de extinción en un incendio forestal, a 17 de julio de 2022, vistas desde Sant Fruitós del Bages, Barcelona. Lorena Sopêna / Europa Press
Vecinos colaboran en las labores de extinción en un incendio forestal, a 17 de julio de 2022, vistas desde Sant Fruitós del Bages, Barcelona. Lorena Sopêna / Europa PressLorena SopênaEuropa Press

Los veranos azules y tranquilos de la infancia, y más tarde los veranos amarillos y apresurados de las vacaciones laborales. El paso del tiempo se ha venido contando desde siempre por veranos, que es la estación que rige el calendario. El calendario humano, que, hasta épocas recientes, acomodaba los trabajos y los días a los ciclos de la naturaleza y era por ello un calendario estable y no artificial ni antojadizo como todo lo que está sujeto a los afanes y caprichos del bípedo implume.

Pero corren tiempos oscuros, y algunos malos augurios se atreven a pronosticar que este será el último verano que viviremos conforme a lo que estábamos acostumbrados. Que, de seguir así –y todo apunta a que el proceso es irreversible–, el cambio climático, las olas de calor y las previsibles restricciones energéticas nos obligarán a cambiar de hábitos.

Se vayan a cumplir o no esas negras previsiones, es algo que se veía venir. Y que, aunque esté mal decirlo, nos merecemos. Por el expolio constante y despiadado a que hemos sometido al medio ambiente, por la alegría irresponsable con que hemos dilapidado y malgastado los bienes naturales, por la despreocupación y el maltrato que le hemos dispensado a la madre tierra que nos sustenta. Llevamos ya mucho tiempo dándole la espalda, ignorándola por completo, como si no existiera o fuera a estar siempre a nuestra disposición, violentándola, exprimiéndola, devastándola. Sin cuidarla ni conservarla, sin atender para nada a sus necesidades, sin pensar que si se altera o se agota o se degrada, las fuentes de nuestra abundancia se secan y nuestro mundo material se tambalea.

El desconocimiento y el desdén con que se miran las cosas del campo: si hasta parece que habría que recordar o enseñar a muchos de dónde nos vienen el pan, las verduras y hortalizas, la carne… La incuria y el abandono que clama al cielo con que las instituciones, nacionales y autonómicas, las tratan: ¿el campo, ese lugar donde los pollos se pasean crudos?, que dijo el otro. No hay votos que cosechar, luego no vale la pena invertir allí recursos: esa parece la consigna, y esa la actuación.

Alguna vaga promesa electoral en la época de campaña y poco más. ¿Limpiar los bosques para prevenir los incendios? No es rentable. ¿Ayudar de verdad a los agricultores y ganaderos? No sale a cuenta. ¿Mejorar las comunicaciones, impulsar los adelantos tecnológicos y favorecer la vida en los pueblos? Para qué, si son cuatro votos. La España vaciada, un mero eslogan ya, la España olvidada que espera soluciones y solo recibe palmadas de conmiseración es la España quemada que, vestida de cenizas, asiste inerme y atemorizada al espectáculo de las llamas.

Montes que arden y animales y ganado que mueren abrasados porque son los últimos de la lista en las prioridades oficiales. Una lista que no repara en medios a la hora de subvencionar y difundir las buenas nuevas redentoras, y ahí están como ejemplos el ministerio de igualdad y el ministerio de consumo, tan de escaparate y propaganda que no merecen siquiera la preceptiva inicial mayúscula.