Opinión

Sisuka, la buena vida

Sisuka, en uno de sus rincones preferidos
Sisuka, en uno de sus rincones preferidosLa Razón

Hace ya casi un año, el pasado mes de septiembre, se contó aquí, en esta misma sección, la milagrosa historia de Sisuka, una pequeña gatita que, al poco tiempo de nacer, viajó desde un pueblo de la montaña de León a Madrid. Un viaje de cuatrocientos kilómetros escondida en un agujero del motor del coche, al que accedió de forma accidental, y del que pudo ser rescatada al cabo de dos días cuando el portero del garaje oyó sus maullidos lastimeros. Lo normal es que se hubiera asfixiado, o que se hubiera caído al suelo en cualquier sitio, pero aguantó. Y aunque completamente exánime, negra de hollín y muerta de hambre, temblaba de miedo y apenas era capaz de abrir los ojos en el momento de ser rescatada, sobrevivió y ocupó desde entonces un rincón de la casa como un miembro más de la familia.

Con la familia que la acogió ha vuelto a pasar el verano en el pueblo en que vio la luz. Allí se ha reencontrado con su madre, que, pese al largo tiempo transcurrido, la ha reconocido y pasa con ella algunos ratos. Pocos, porque en el intervalo ha habido otra camada y tiene que atenderla. El que sí viene con frecuencia a hacerle compañía es su hermano Ceniza, el único superviviente de los cuatro de su camada, y juntos juegan y se entretienen hablando a su manera de esto y de lo otro, recordando su vida en común de los primeros días y contándose mutuamente sus peripecias y aventuras.

Ceniza le envidia su vida ordenada y hogareña, regalada de mimos y comodidades, y Sisuka, la libertad de andar todo el día libre por callejas, huertos y descampados. Tanto, que, deseosa de imitarle, aprendió enseguida la lección y lleva ya una existencia de lo más bucólica y campestre.

Se despierta al ser de día y sube al tejado a dejarse acariciar por los primeros rayos del sol. Ronronea allí un rato hasta desperezarse del todo y baja luego a que la familia recién levantada la agasaje. Se tumba después en la hierba del jardín, merodea por los alrededores de la casa, va a beber a la fuente, se asea bien las partes más sensibles, ensaya su repertorio de posturas y acrobacias, acecha moscas y hormigas, mira con estudiada indiferencia hacia lo alto de los árboles, curiosea todos los rincones, supervisa el territorio que le pertenece. Guiada por su instinto cazador, salta a los prados vecinos y, sentada sobre sus patas traseras, espera a que salga algún ratón de debajo de la hierba o le caiga del cielo, el cielo grande y protector de los pueblos de montaña, algún pajarillo que llevarse a la boca. Como no cae nada, arquea con perezosa ostentación el lomo, da unos pasos con infatuada parsimonia, aparta unas hierbas que la estaban molestando y se desentiende del mundo. Cuando llega la hora de más calor, se agazapa bajo la sombra de las plantas del huerto, cierra los ojos con mansedumbre pontificia y se ensimisma en su pasado de gloria y esplendor (todos los gatos fueron príncipes de un reino perdido). Y por la noche, en cuanto oye venir al sueño, se pone a contar las estrellas hasta que se duerme