Opinión

Cuento de Navidad

“Y mientras los demás están todos en el comedor celebrando la Nochebuena, en un momento en que no hay nadie en la puerta, sale de la residencia”

Adoración de los Pastores de Murillo
Adoración de los Pastores de MurilloLa Razón

–Andrés, ¿qué haces ahí sentado junto a la puerta? –le dice una de las empleadas de la residencia.

–Espero a mi hijo, que va a venir a buscarme.

–¿Y esa maleta?

–Es que llevo el traje, para mañana, que es el día de Navidad.

Pero pasan las horas y no viene nadie. Al fin, de noche ya, a la hora de la cena en la residencia, Andrés, cansado de esperar, se vuelve con la maleta para su habitación.

Y mientras los demás están todos en el comedor celebrando la Nochebuena, en un momento en que no hay nadie en la puerta, sale de la residencia, camina a toda prisa carretera adelante y toma luego un sendero, por el que anda y anda sin detenerse siquiera a pensar si sabe adónde va.

La medianoche sería cuando, cansado ya de tanto andar, divisa a lo lejos un débil resplandor. Se acerca con cuidado y ve a un niño sentado junto a una lumbre, y oye enseguida las esquilas de un rebaño de ovejas recogidas en su redil.

–¿Estás tú solo? –le pregunta Andrés, y el niño dice que sí, porque los pastores han visto una luz extraña y muy brillante, más que la estrella polar, encima del establo medio abandonado que hay allá abajo, y han ido a ver qué pasa.

El niño le dice también que es zagal desde los siete años, que se pasa el día entero con las ovejas y que, para entretenerse, habla con los pájaros, les pone nombre a las nubes y por la noche cuenta las estrellas, aunque nunca ha sido capaz de pasar de mil porque se queda dormido.

Entre los dos reavivan la lumbre, y sentados junto al fuego comparten la cena: pan, higos secos, requesón, cuajada y miel.

A Andrés la lumbre le llena de alegría y le cuenta al niño que cuando tenía su edad vivía en un pueblo en la montaña y quería ser pastor, pastor y labrador, las dos cosas, igual que su padre, pero que en casa se empeñaron en que tenía que estudiar y a los once años le llevaron a un colegio en la ciudad. Que allí solo estuvo un año, y que aún recuerda el día que le dieron las vacaciones de Navidad, porque fue uno de los días más felices de su vida.

–Volví en el coche de línea –le dice–, era la primera vez que viajaba solo, y nevaba tanto que antes de llegar al pueblo, de noche oscura ya, tuvimos que apearnos y subir andando con la maleta, muertos de frío y abriéndonos paso a duras penas entre la nieve.

Al terminar de cenar, el niño levanta del suelo la lumbre sujetando los tizones más gruesos con la mano y le invita a seguirle. Andrés obedece sin rechistar y así van, el niño alumbrando el camino con la lumbre y él detrás con la maleta, sin cansarse ni nada porque es como si el camino anduviera también y ellos no tuvieran que dar un paso.

Poco después empieza a nevar, pero la nieve no apaga la lumbre, pues los copos se desvían o se deshacen antes de llegar a las llamas.

De pronto el camino se detiene, el niño le dice que no puede acompañarle más, no vaya a ser que los pastores tarden en volver y las ovejas se salgan del redil, pero que allí están ya las luces del pueblo, aunque apenas se vean de tan espeso como nieva.

Andrés adivina su casa al final de la calle, echa a correr todo lo que puede y llama a la puerta.

–¡Andresín, hijo! –le abraza su madre al abrirle–. ¿Cómo has venido? Si está tu padre esperándote donde el coche de línea, ¿no le has visto?