Opinión
Adónde irán los libros
Una reflexión sobre el destino final de algunos libros
De tiempo en tiempo me da por aventar la biblioteca (los bibliotecarios lo llaman expurgar), para que se airee un poco y hacer sitio a los nuevos inquilinos que esperan casa propia, a ser posible con buenas vistas, amontonados de cualquier manera en el suelo o apilados en un rincón del pasillo.
A los desalojados tengo por costumbre llevarlos a una plaza concurrida o a un parque y dejarlos allí en un banco. Por el camino, y para darles ánimos y quedarme yo con la conciencia tranquila, voy pensando –a decírselo a ellos no me atrevo, pero los aprieto un instante contra el costado o los acaricio distraídamente con los dedos a ver si de esta manera les llega algo de mis pensamientos–que van a tener suerte, que van a encontrar quien los acoja y los lleve a su casa para leerlos.
Una vez depositados en el banco, y mientras ellos aguardan, suelo retirarme un poco y me quedo acechando con la esperanza de que caigan en buenas manos.
Los que pasan se los quedan mirando, al principio con una cierta desconfianza, y los hay que se apartan, como si no fuera con ellos o sospecharan algo, y los hay, en cambio, que se acercan y más o menos disimuladamente echan una ojeada a su alrededor, como para cerciorarse de que nadie los observa, y enseguida se agachan discretamente, los separan un poco si están apilados, hojean con recato algunos, los palpan, los sopesan, y o bien tornan a dejarlos con mucho miramiento o los recogen para llevárselos; y en este último caso vuelven a comprobar que nadie los mira, componen la figura y se van, yo creo que apresurando un poco el paso, como si no estuvieran seguros de haber obrado bien. Aunque también los hay que sin más y apenas sin detenerse y sin ninguna consideración les echan mano como quien encuentra un billete de cinco euros y no quiere saber nada, satisfecho con su buena suerte.
Solo cuando todos han encontrado nuevo dueño me quedo tranquilo. Y si noes así, es decir, si alguno se ha quedado huérfano en el banco, vuelvo a por él y me lo llevo a casa, a no ser que encuentre por el camino algún otro emplazamiento estratégico y repita allí, ahora con éxito, la misma operación. La puerta de una clínica es de los mejores, porque la gente que entra piensa que un libro puede hacerles compañía en las esperas y la que sale es propensa a la compasión y los buenos sentimientos. Y, si hace falta, entro en un bar y lo dejo como en un descuido sobre la barra, en la seguridad de que los camareros lo recogerán y lo guardarán detrás de la caja para no aburrirse cuando escasee el personal, o se lo regalarán a los mejores clientes, a los clientes más lectores, que eso es algo que enseguida se nota, y los camareros tienen para todas esas cosas un ojo muy fino.
Cualquier cosa antes que dejarlos desamparados y que tengan que pasar la noche a la intemperie y sin una balda, una mesa o un cajón donde descansar.
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