Opinión
Profesores a la intemperie
Me refiero señaladamente a los docentes con alumnos en la edad más difícil, la adolescencia
Hablo de los profesores en general, pero muy señaladamente de los que tienen a su cargo a los estudiantes que están en la edad más difícil, la adolescencia, esa edad tan feliz, la más infeliz de la vida, como alguien la definió.
De los profesores de instituto, como se les llamaba hasta hace bien poco; de los profesores de secundaria, como se les denomina ahora (e incluyo también, naturalmente, a los que ejercen su profesión en centros privados).
Profesores que están hoy a la intemperie, sin techo ni resguardo que les protejan.
Profesores que, abandonados por normativas y departamentos ministeriales que deberían darles amparo, sobreviven como pueden, sin apoyo ni reconocimiento de nadie (de los sindicatos, es mejor no hablar).
Profesores a los que no se les ha consultado sobre las reformas educativas de los últimos gobiernos, y, si en algún momento se ha hecho, para nada se ha tenido en cuenta su opinión.
Profesores que, cansados y desanimados, bastante hacen con no sucumbir a los embates.
A la desmotivación de los alumnos, por ejemplo, o al trato que de estos reciben a veces y la forma como ellos deben responder. Siempre y en todo lugar, cuando un alumno era advertido, o amonestado, o castigado, se señalaba al infractor, que era el que tenía que asumir las consecuencias y dar explicaciones, tanto en el centro educativo como en la propia familia (“Algo habrás hecho”, se nos decía en casa). Ahora, en cambio, cuando un alumno contraviene las normas, entre las que, de momento, todavía se incluye la del respeto al profesor, y se le advierte o amonesta (el verbo castigar es tabú, y ay del que se atreva a conjugarlo), el señalado es el que emite la advertencia o impone la amonestación, que es recibida con desagrado incluso en el propio centro y poco menos que como una ofensa en no pocas familias, enseguida dispuestas a pedir explicaciones (“¡Mañana mismo hablamos con el director!”).
O a las injerencias en su labor educativa y el cuestionamiento de sus métodos pedagógicos: ¿por qué todo el mundo, los políticos los primeros, cree tener el derecho y la capacidad para hacerlo? Particularmente en lo que tiene que ver con las calificaciones y las pruebas de evaluación (exámenes, en la terminología de antaño). Cuestionar al profesor, sus conocimientos y hasta su profesionalidad, se ha convertido, según parece, en práctica habitual, sin que los órganos ministeriales competentes se ocupen del tema ni dicten disposición alguna para salvaguardar a los afectados. Ante lo cual uno se pregunta qué pasaría si se cuestionara también así a los fontaneros, a los arquitectos, a los bomberos, a los médicos, que están empezando ya a sufrir el mismo atrevimiento, o a los jueces, que otro tanto.
No es de extrañar, en vista de la situación, que los jóvenes licenciados se planteen otras vías distintas a la enseñanza, y que, al menos en Cataluña, comience a haber problemas para cubrir las bajas de profesores en algunas especialidades.
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