Pucherazo
No fue democrático. La República llegó en 1931 sin referéndum, ni apelación a la soberanía popular. Nadie decidió que el 14 de abril un grupo de personas asumiera el poder, el autoproclamado Gobierno Provisional, y dictara un Estatuto de funcionamiento que asumía todo el poder. A partir de ahí, esos republicanos colonizaron el Estado y comenzaron a pergeñar un régimen, no un sistema político. Es decir; detrás de la palabra "República” se escondía un cambio del país de arriba abajo, crear una nueva clase política dirigente, hegemónica y soberana, que revolucionara el país. Esa élite se creía imbuida del conocimiento del “bien común” de los españoles, al modo roussoniano, aunque estos no quisieran. Si no deseaban esa política es porque llevaban siglos de opresión clerical y monárquica, y era necesario adoctrinarlos con una nueva educación y un control de los medios impresos. Nunca hubo más censura de prensa que durante la Segunda República; en especial, en el tiempo del Gobierno Provisional.
Sin embargo, todo esto se ocultó. La historiografía de izquierdas mitificó el advenimiento de la República. Resulta hoy chocante, tras años de propaganda sobre el júbilo general, leer a Josep Pla cómo se instaló la República en Madrid. Nadie, salvo los muy politizados, reconoció aquella bandera tricolor que se alzó a media tarde en algunos edificios oficiales que fueron justamente los que salieron a la calle a dar vítores al nuevo régimen. Ya lo dijo Julio Camba, otro testigo de aquel 14 de abril: aquello no era más que un quítate tú para ponerme yo. Años y años de historiografía progre, pro-republicana, de simpatía con el PSOE, el PCE y los nacionalismos, desde Tuñón de Lara hasta alguno de los santones universitarios, santificando aquel día y esa República. “Qué pena”, “Cuánta ilusión desperdiciada”, y un “Al final ganaron los de siempre”. Bien. Pues todo era una mentira. No se detuvieron a investigar la realidad, prefirieron el mito; sí, esa construcción falsa del pasado para conseguir la movilización necesaria que asegura la hegemonía política y profesional.
El silencio académico
Cuando Roberto Villa y Manuel Tardío, profesores de la Universidad Rey Juan Carlos, publicaron un libro minucioso sobre el fraude de las elecciones de febrero de 1936, el academicismo guardó silencio. Luego se pronunciaron los santones: aquello era una falsedad “franquista”, propia de la “ultraderecha”, que no tenía en cuenta el contexto ni la intención. Fue un anatema porque esos historiadores progresistas sostienen que la legitimidad está en la intención, en la búsqueda de un supuesto “bien común” aunque no comulgue con las actuaciones. Es decir; que se podía pisotear la democracia, los derechos individuales y la vida de los adversarios porque sus perpetradores soñaban con el establecimiento de una utopía comunitaria. De nuevo, la fe contra la razón, el dogma contra la ciencia, la ideología frente a la demostración empírica.
El academicismo no soportó la apostasía. ¿Cómo osaban sacar un estudio que desmitificaba la victoria electoral del Frente Popular en febrero de 1936? ¿No habíamos quedado en que la derecha ganó en las urnas en 1933 por culpa de las mujeres y de que se sacara a las monjas a votar? Qué bien vivieron todos esos historiadores de izquierdas: vida, obra y milagros adornados con homenajes y ofrenda libresca. La ciencia histórica, si es que alguna vez ha existido, se fue por el sumidero de la conveniencia.
No ganó el Frente Popular en febrero de 1936, como tampoco ganaron los republicanos en las elecciones del 12 de abril de 1931. No merece la pena entrar en la cobardía y estulticia del rey que huyó ni en su séquito cortesano. Lo relevante es el golpismo, el fraude, la mentira, la construcción de un mito deplorable que ha marcado la historia de España desde entonces, que provocó una nueva guerra civil, y que fue tomado por un malhadado PSOE para enfrentar a los españoles a través de la Ley de Memoria Histórica. Ahora sabemos lo que se venía barruntando desde hace décadas: que los republicanos no solo no ganaron aquellos comicios municipales, sino que falsearon las elecciones. Ni siquiera la República de 1931 tuvo legitimidad de origen. No hubo una voluntad general o popular que inclinara la balanza política hacia el régimen republicano. Cabe preguntarse si los santificados dirigentes de la época, desde Azaña a Besteiro, por no mencionar a totalitarios como Largo Caballero, conocían la mentira
Ocultar la victoria de la derecha
El profesor Ponce Alberca acaba de publicar un estudio sobre las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 en la provincia de Sevilla. Ese día arrasaron los monárquicos: 966 concejales, frente a los 329 republicanos. Al irse Alfonso XIII se impidió el recuento total por la aparición de grupos de agitadores republicanos que lo evitaron e incluso rompieron la urnas. El Gobierno Provisional, investido de poderes dictatoriales, cambió a las autoridades y obligó a la repetición de las elecciones el 31 de mayo solo donde habían ganados los monárquicos. Sorprendentemente, o no, el resultado se invirtió.
¿Qué pasó cuando los republicanos y los socialistas no pudieron ocultar la victoria de la derecha en las urnas? Por ejemplo, en 1933. Prepararon una revolución para recuperar lo que la democracia les había arrebatado: el poder. En fin. Es hora de desmitificar todo aquello, de reconocer que no eran santos ni demócratas, sino revolucionarios y totalitarios. Es el momento de decir que la Segunda República es tan mal ejemplo como la Primera.