Crítica de “Una niña”: Yo soy otra ★★★★☆
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Dirección y guión: Sébastien Lifshitz. Francia-Dinamarca, 2020. Duración: 90 minutos. Documental.
En la primera visita a la psiquiatra, Sasha intenta articular qué siente cuando va al colegio y sigue obligándose a parecer el niño que no quiere ser. Sasha tiene ocho años, y lo único que sabe de verdad es que es una niña. Es conmovedor -cuando podría resultar pura explotación- el rostro de Sasha aguantándose el llanto, sin dramatizar, con los ojos enormes a punto de desbordarse, como los de un personaje de Miyazaki al ver peligrar su vínculo con el mundo. La cámara de Sebastien Lifshitz explica este caso de disforia de género con la empatía y la compasión de quien quiere exponer el tema sin caer en clichés sensacionalistas -aquí la familia es un apoyo sustancial, sin excepciones: de hecho, la película también puede entenderse como un hermoso retrato de una relación materno-filial-, acercándose a la verdad de una emoción que intenta lidiar con el desajuste y el prejuicio.
El rechazo proviene de las instituciones escolares, que prefieren discriminar a integrar, y que Lifshitz, que ha abordado la problemática trans tanto desde la ficción (“Wildside”) como desde el documental (“Bambi”), condena al fuera de campo, como si no fueran dignas de la lucha que emprende Sasha y su madre. De la infinita comprensión que ofrece su familia -que, sí, allana algunas zonas oscuras que afloraban en títulos más ásperos sobre el tema, como “Mi vida en rosa”, de Alain Berliner- surge también el testimonio de una madre coraje que explica, desde la vulnerabilidad, la culpa que le sobrevino cuando vio que su hijo se sentía niña: culpa por haber deseado una niña, culpa por haber hecho algo mal durante el embarazo, culpa a secas. La crónica de todo lo positivo que surge de esa culpa y la naturalidad, que nunca insiste en lo performativo, con que Lifshitz observa a Sasha hacen de este documental un filme modélicamente oportuno.