El arte de no saber comunicARTE
No estaría mal que este Día Mundial del Teatro sirviera para que artistas y programadores se preocuparan un poquito más de los espectadores
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No hay arte si no hay comunicación. La afirmación podría parecer una perogrullada, y de hecho debería serlo; sin embargo, a la vista de los engendros que nos deparan en los últimos tiempos las artes escénicas, me temo que conviene aún recordarlo una y otra vez, con la esperanza de que algunos que dicen llamarse artistas se den al fin por enterados. Empecemos por el principio: el arte no es la realidad, por más que ahora esté muy de moda decir eso; el arte es, si acaso, una expresión humana -por tanto, subjetiva- de esa realidad. La realidad -o sea, la naturaleza- puede crear belleza; pero no puede crear arte. El arte es fruto exclusivo de la actividad humana; es una manifestación de emociones, pensamientos o incluso simples estados de ánimo que un individuo, al que llamamos artista, es capaz de hacer tomando conciencia de su propia existencia. Interpreta como puede, por pura intuición, el mundo impenetrable en el que está; se interpreta a sí mismo en él… y lo expresa, a su modo. A veces, de forma casi espontánea; otras, después de una trabajosa planificación.
Y ¿por qué llamamos a esa expresión, sea del tipo que sea, obra de arte? Porque tiene belleza. Y aquí llegamos a lo fundamental: ¿quién determina si tiene o no tiene belleza? Pues… el receptor; y no el autor, como ahora se empeñan en hacernos creer, precisamente, quienes no aciertan a encontrar y transmitir un ápice de esa belleza, quienes se obstinan, en el caso del teatro, en tenernos sentados en una butaca, en ocasiones durante tres horas –no basta ya la acostumbrada hora y media de antes-, sin importarles lo más mínimo que nadie se esté enterando de nada, y que todos estén deseando, en realidad, irse de allí a los veinte minutos, a buscar esa belleza en cualquier otro lugar, ya que en el escenario no está ni se la espera. Eso es lo que los más decididos están haciendo estos días en unos cuantos teatros públicos.
Otros, los más vacilantes, prefieren quedarse hasta el final, para luego buscar en la prensa o en el programa de mano las cien explicaciones que da el autor o el director de la función, donde quizá sí comuniquen de manera más clara lo que no han sabido comunicar con su arte, en algunas ocasiones porque no se han molestado siquiera en hacerlo. De este modo, esos espectadores lograrán dirimir, aunque no hayan percibido nada hermoso ni inteligible siquiera en la obra como tal, si esta es buena o es mala. Es decir, que algunos deciden si la obra les ha gustado o no… ¡al margen de la propia obra!, a veces en virtud del supuesto renombre que tengan sus creadores y de lo moderno que pueda resultar decir o no que te gusta lo que hacen. Todo ello obviando esa idea ya tan acendrada en Estética, y tan difícilmente rebatible a partir de Kant, de que los orígenes objetivos de la expresión artística no han de afectar al sentimiento que ha de suscitar esa expresión como tal.
Una idea que un admirado profesor mío esclarecía en sus clases así de bien: “Cuando tú te paras a contemplar el David de Miguel Ángel, la obra como tal te gusta… o incluso no te gusta; pero no necesitas saber siquiera quién es Miguel Ángel para llegar a una de estas dos conclusiones”. Y no estaría mal que este Día Mundial del Teatro sirviera para que artistas y programadores se preocuparan un poquito más de los espectadores, a los que las obras que hacen o programan deberían en sí mismas comunicar algo; estaría bien que se dejaran de tanta masa informe de piedra como hay en los escenarios y colocaran sobre ellos algún que otro David donde podamos apreciar mínimamente cómo se ha trabajado con el cincel, para que decidamos solitos, allí mismo, sentados en el patio de butacas, si la obra nos gusta… o incluso si no nos gusta.