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Tercer aniversario

Notre Dame, el incendio que abrió los años horribles de Europa

Hace tres años se originó un fuego en la cubierta que arrasó el monumento. Un filme de Jean-Jacques Annaud rememora la tragedia, que supuso la antesala del Brexit y la irrupción de la Covid

Fachada de Notre Dame durante el incendio que devastó su cubierta y que puso en peligro su construcción
Fachada de Notre Dame durante el incendio que devastó su cubierta y que puso en peligro su construcciónLa RazónLa Razón

Hace tres años ardió lo que parecía imposible que ardiera: Notre Dame, uno de los símbolos de Europa, uno de los monumentos más visitados de Francia y uno de los edificios que mejor representa la historia, los valores, los principios y lo que se supone que es la Unión Europea. Un suceso que, visto desde la perspectiva que nos permite el tiempo, más que un accidente parecía una premonición de lo que se nos iba a venir encima. Desde entonces, las catástrofes se han sucedido con un ritmo, una continuidad y una tenacidad difícil de pronosticar incluso por los mejores algoritmos. Al año siguiente, Reino Unido abandonaba la UE, estallaba la pandemia de la Covid, los populismos arreciaban con una fuerza inusitada, se alcanzaban cifras récords de calor y, de manera, imprevista, la humanidad iba a conocer una serie de acontecimientos que parecían más propios de la biografía de nuestros abuelos que de nuestros hijos: confinamientos, inflación, encarecimientos de alimentos y energía, supermercados desabastecidos, incremento de la desigualdad y una guerra que podrá explicarse con argumentos, pero carece de lógica alguna, y que no se había visto en el Viejo Continente desde el infausto conflicto de Yugoslavia. Aunque nadie cree en profecías y el nombre Casandra, la sacerdotisa de Apolo condenada a que nadie creyera sus premoniciones, solo nos recuerda nuestros lejanos estudios de mitología griega, resulta tentador ahora volcar en este incendio una carga simbólica que, aunque no es real, resulta metafórico y una oportuna alegoría del ciclo de devastaciones económicas, sociales y políticas que todavía sufrimos. Los relojes, entonces, marcaban las siete menos diez de la tarde y el humo que se percibía en la bóveda de la catedral, y que muchos aseguraban que procedía de las obras de restauración, dejó de disimular las primeras llamas. En ese momento, hasta los más optimistas temblaron y se temió lo peor. El fuego dejó de ser una probabilidad, un miedo silenciado, y se convirtió en una amenaza devastadora en pocos minutos. Las televisiones retransmitieron en directo cómo la hoguera crecía avivada por el viento, se extendía por el techo, debilitaba el maderamen de la techumbre y devoraba su emblemática aguja. Quienes asistieron a su caída contemplaron sobrecogidos cómo caía una de las alturas más célebres de la cultura europea. El mundo se tiñó de pena y las redes sociales mostraron la solidaridad que no muestran el resto de los días. Los bomberos luchaban para que no cedieran las crujías de piedra, reforzaban los muros, echaban espuma para sofocar el fuego y trataban de atajar su avance hacia la fachada principal, donde se conservan las célebres gárgolas del siglo XIX que Victor Hugo mitificó en «Nuestra Señora de París». Hoy, mientras su restauración se ha convertido en un tema de debate y Jean-Jacques Annaud lanza un estreno cinematográfico para rememorar esa catástrofe, aún son escasos los que tienen presente que cuando la cultura arde, el mundo se asoma al borde del abismo.