Ni desmayos ni deserciones: David Cronenberg no logra superarse a sí mismo
Tras ocho años de sequía, el maestro candiense del horror contemporáneo vuelve a apostar por la metamorfosis del cuerpo en «Crimes of the Future»
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“Crimes of the Future” llegaba a la 75ª edición del Festival de Cannes con aura de escándalo, que el mismo David Cronenberg se había encargado de proclamar a bombo y platillo en entrevistas promocionales. Lógico, teniendo en cuenta que lleva ocho años sin estrenar una película (la última, “Map to the Stars”, también compitió en Cannes), y esta se anunciaba como un regreso a los orígenes de ese cine del cuerpo y la metamorfosis que él inventó antes de que la Julia Ducournau de “Titane” hubiera nacido. A cualquiera que haya disfrutado la osadía formal y conceptual de filmes como “Vinieron de dentro de…”, “Cromosoma 3″, “Scanners” o “Videodrome” (levanto la mano con entusiasmo) le sabrá a poco: es difícil que las imágenes de “Crimes of the Future” provoquen desmayos o deserciones -algo que no ocurrió en su primer pase para la prensa en Cannes-, y no creemos que sea por habernos acostumbrado a lo irrepresentable. Nada de lo que aparece en “Crimes of the Future” puede competir con las babosas ninfómanas de “Vinieron de dentro de…”, con la explosión de la cabeza de “Scanners” o, claro, con la transformación en insecto de noventa kilos del científico Seth Brundle en la memorable “La mosca”.
Para los fans del cine de Cronenberg, “Crimes of the Future” puede interpretarse como un museo dedicado a su obra, una enciclopedia de su fecunda filosofía creativa concentrada en cien minutos de metraje. Su columna vertebral, por supuesto, es el cuerpo que cambia, y el modo en que esa metamorfosis, brillante idea, se convierte en una forma de arte performativo en un futuro cercano donde el dolor ha sido aniquilado.
Encontramos la desconfianza en las grandes corporaciones, los auténticos agentes del mal, de “Scanners” y “Videodrome”; la cirugía entendida como el nuevo sexo y los concursos de belleza de los órganos internos de “Inseparables”; los hermosos espacios oxidados de “Spider”, pintados de humedades y paredes desconchadas, con el ocre, el gris y el verde apagados por las sombras; los gadgets orgánicos, con forma de insecto, de “El almuerzo desnudo”; los orificios-ano de “eXistenZ”; la fascinación por la intervención corporal, las cicatrices y los tatuajes, de “Crash”. Que la película se titule como su segundo mediometraje, de 1970, es toda una declaración de principios, aunque él afirme que fue una decisión completamente arbitraria. No lo es, porque, en ese filme, donde las mujeres de edad madura han desaparecido de la sociedad por culpa de una epidemia cosmética, ya se coqueteaba con la creación de nuevos órganos que no son propios de lo humano.
Si la humanidad desarrolla nuevos órganos, ¿cómo cambiarán nuestras necesidades corporales? ¿Comeremos igual? ¿Podremos dormir, respirar, practicar sexo, como antes? Algunos de estos órganos serán inservibles, solo cumplirán una función estética; otros, tal vez, serán el origen de una nueva generación que se alimente de plásticos. En esa encrucijada, que es el estado de transición en que se encuentran todos los protagonistas de Cronenberg, está Saul (Viggo Mortensen), que ha convertido su cuerpo en un laboratorio de ideas para esta reformulación de la Nueva Carne en espectáculo artístico, con la colaboración de Caprice (Léa Seydoux). En su periplo hacia la asunción de lo post-humano se topará con fanáticos, conspiradores, saboteadores e iluminados, que a menudo distraen el relato de su determinista conclusión, que es a la vez brusca y conmovedora: para seguir vivo uno tiene que aceptar que su cuerpo cambia, aunque, en este caso, el cambio hable mal de la sociedad contemporánea.
La lágrima derramada por Viggo Mortensen que cierra el filme vale más que mil escándalos, aunque este crítico tenga la impresión de que el mensaje de las primeras películas de Cronenberg, tan afín a la filosofía de Deleuze o Foucault, se adelantaba en décadas a las teorías de pensadores como Baudrillard o Mark Fisher, y que ahora su película es más testimonio de un presente que atrevido vaticinio de un futuro. Es cierto que la belleza de sus ideas sigue intacta, que es de los pocos cineastas vivos que pueden articular una poética propia a partir de la extracción de un órgano tatuado, o de la autopsia de un niño, o del baile de un hombre con la cara y los ojos cosidos, su cuerpo tapizado de orejas, pero este crítico no se cansaría de pedirle que ensanchara el vocabulario de su ya de por sí rico lenguaje.
Al contrario que Cronenberg, dice el coreano Park Chan-wook que ha querido alejarse un poco de sí mismo. En las notas de producción de “Decision to Leave”, que ayer competía en Cannes, afirma que en ella no hay “la violencia, la desnudez y el contenido sexual” de “Oldboy” y “La doncella”. No le quitaremos la razón: la película es una tragedia romántica entre opuestos, una sospechosa de haber matado a su marido y el policía que investiga su caso.
“Decision to Leave” está organizada, pues, a partir de ese binarismo entre extremos que están predestinados a desearse: dividido en dos partes, con el mar y la montaña como espacios simbólicos de esa oposición, el filme juega a ser cine negro clásico, casi al estilo de “Perdición”, cubriendo de ambigüedad a su heroína, una emigrante china en Corea que parece mover los hilos de la trama, hasta revelar que lo que más le importa es el nacimiento de un romance imposible. Tal vez el error de Park Chan-wook es desequilibrar la balanza privilegiando, por exigencias del guion, el punto de vista del personaje menos interesante, el del policía, pero la majestuosa elegancia de la puesta en escena compensa las irregularidades de la película hasta una secuencia final con uno de los suicidios más originales -y de crueldad más refinada- que este crítico logra recordar.