Buscar Iniciar sesión

“Bardo”: Iñárritu se erige una estatua monumental y “corta” por lo sano

El director mexicano de “Amores perros” o “Birdman” presentó un nuevo metraje de su última película, una especie de autobiografía sincera y satírica en la que se encuentran Fellini, Borges y Cortázar
Juan HerreroEFE
La Razón
  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

Creada:

Última actualización:

Minutos antes de la primera proyección de «Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades» en el Festival de San Sebastián, saltaba la noticia: el director Alejandro G. Iñárritu había decidido montar de nuevo la película y eliminar hasta 22 minutos de metraje, dejando su opus magna en casi 150. Aludiendo a lo orgánico de su cine, se acababa de ventilar buena parte de las críticas que había recibido en Venecia. Con el cincel todavía en la mano, el ganador del Oscar y responsable de «Birdman» o «Amores perros» atendió a este diario en formato de mesa redonda.
«Entendí esta película como un proceso para poner en orden reflexiones, sueños, miedos y experiencias que han llenado de desasosiego estos últimos años», explicó el director, que aquí se erige una estatua inequívocamente onanista pero sincera cuando habla de la muerte de su hijo, autoindulgente pero arrebatadoramente verdadera cuando retrata el síndrome de Ulises chaparro. «Siento que me he abierto desde una perspectiva personal, que es desde donde mejor puedo hablar sobre la identidad rota. De ese desplazamiento que comparto con millones de mexicanos en Estados Unidos», completó Iñárritu, que en su nuevo filme reflexiona sobre la patria chica, esa familiar y sanguínea, pero también sobre la grande, la cerebral y la filosófica, la que se estampa en el pasaporte y marca en realidad toda la existencia. “Bardo” es una película más grande que la propia vida, pero no como lo dicen en inglés, sino como lo diríamos nosotros si hubiéramos adaptado los modismos del inglés e hiciéramos traducciones literales.
La trampa nostálgica
La película, en verdad, es un meritorio cruce entre un Fellini desatado y por momentos grotesco, y la tradición literaria de Jorge Luis Borges, Cortázar u Octavio Paz, un mejunje que funciona solo si uno es capaz de entender la desnudez ególatra y egoísta de Iñárritu, que arremete contra todo y contra todos, siempre desde la sátira: «El humor era importante porque el viaje es superficial. No quería hacer una película dura ni oscura. Cosas que para mí fueron muy dolorosas se pueden superar a través del humor, porque cuando uno abre la bodega de la memoria la nostalgia se convierte en una trampa. Es algo catártico, sobre todo cuando la vida va de lo trascendental a lo ridículo», explicó antes de referirse a ese presunto narcisismo que tanto se le criticó a su paso por el Lido: «La intención de una película solo la puede saber su autor y realmente, muchas veces, ni nosotros sabemos la fuente. La vida íntima que vamos construyendo es más misteriosa que una suposición o una acusación fácil», rezó para oídos inquietos antes de rematar: «La crítica es necesaria. De hecho, la indiferencia sería el peor castigo para una película. Lo que no tiene cabida es el ataque personal».
Pero, ¿qué es argumentalmente «Bardo»? El regreso a México del periodista y documentalista Silverio Gacho (sobresaliente, siempre alegórico Daniel Giménez Cacho) para ser galardonado, justo después de que la asociación más importante de informadores de Estados Unidos se rindiera a sus pies. Ahí se puede leer el Oscar, pero también la vergüenza migrante de un hombre de familia que casi ni la ve y un informador que apenas cuenta verdades. No es tanto el objetivo empatizar, que cualquiera podría perseguir, sino comparar existencias y existencialismos, modos de vivir lo material. Es complicado entender qué molesta tanto respecto a la construcción de su propia estatua (literal), de su ego, si no hay en ello engaño ni artificio, solo un dominio artesanal de la cinematografía que le coloca en ese 0′0001% al que el mismo Iñarritu le tiene tanto miedo. “Bardo” es también una película transparente, obsesionada con el agua, la limpieza y la pureza -no por nada el alter ego de Iñárritu se encuentra a su padre en el baño, entre mil sitios-, lo cual nos lleva a pensar que es también expiación, ¿quizá escatología en su sentido más amplio?
«Hacer la película fue irritante. Hay algo casi impúdico en esa fragilidad, porque no estoy ofreciendo respuestas, un producto o contenido. Es una reinterpretación mía y personal», aclara Iñárritu. Y se despide reivindicativo: «Me da risa cuando se habla de Nino Rota cuando la música que pongo en la película es mexicana, de Oaxaca, y tiene más de 300 años. O todos los referentes a los axolotes o a los dioses mesoamericanos. Hay una serie de referentes que la crítica europea y americana se perdió. Nos gusta el guacamole que pique, cabrón. No soy un sobrio sueco, soy un pinche latinoamericano ruidoso». concluye seguro, marmóreo.