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Contracultura

Las causas torcidas de la izquierda: los profetas únicos a quienes está todo permitido

Hay un espectro político de la nueva izquierda que abraza la falsedad y la falta de sentido común sin abandonar por ello las lecciones de moralismo

Las causas torcidas de la izquierda: los profetas únicos a quienes está todo permitido
Cientos de personas protestan durante una concentración contra “un nuevo acto de terrorismo israelí”, en la Puerta del Sol, a 9 de octubre de 2023, en Madrid (España). A raíz de los hechos sucedidos en la Franja de Gaza, diferentes colectivos y movimientos sociales que realizan activismo por los derechos del pueblo palestino han convocado concentraciones para condenar “el apartheid y la limpieza étnica” que Israel está llevando a cabo en los territorios ocupados.Gonzalo Perez

Esta izquierda parece empeñada en defender lo indefendible. Cuando no abierta y explícitamente, mediante el uso sibilino de la adversativa. Del comunismo al anticapitalismo, del antisemitismo al terrorismo, de la censura al acientificismo. Cada vez más alejada de la razón y la ilustración, más cercana a un conocimiento mágico con aspiraciones de pensamiento único, esta izquierda, iracunda y cabreada, sigue inmersa en su deriva reaccionaria. Y en esa defensa de ciertas causas, con falsedades incluso, que parecen alejadas del sentido común pero amparadas por una suerte de halo moral indiscutible, todo el que no las defienda es miserable y desinformado. ¿Cuál es la razón de esta actitud? ¿Por qué dista tanto de su ideal primigenio? ¿Por qué cada vez más intelectuales de izquierda se sienten alejados de esta nueva izquierda que no les representa?

Sobre eso, esa suerte de neocomunismo actual para quien la mentira es un arma lícita porque persigue el bien, porque esa persecución del bien (del único bien: el que ellos dictaminan) es la única postura moralmente aceptable, apuntaba el profesor José Manuel Macarro, Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Sevilla, que «se trata de una vuelta al mesianismo dictatorial comunista clásico, pero sin Partidos Comunistas que lo encaucen. Enarbolan la bandera colectiva, la bondad intrínseca de lo público, y el control progresivo por parte del Estado de la vida social. Su mensaje es siempre el de la igualdad pero nunca el de la libertad. Nunca la creación de la riqueza, siempre la distribución de esta. Jamás el esfuerzo y la excelencia, sino el igualitarismo. Siguen esgrimiendo el mensaje original de edificar la comunidad entre los hombres de la justicia social, del odio a la riqueza individual y a la iniciativa privada, porque son la fuente de la desigualdad. Y lo hacen, lo siguen haciendo, pese a que el comunismo político se ha desvelado como la tiranía más oprobiosa de la Historia. Y ellos son los profetas únicos a quienes está todo permitido, pues son los que continúan viento el futuro colectivo por encima de este mundo de pecadores individualistas y obrando en pro de ello». Y ese mesianismo autoadjudicado por irreprochable moralidad les lleva al oprobio de evitar condenar sin paliativos, por ejemplo, una masacre como la perpetrada por Hamas hace unos días en Israel y acusar de sionistas y procolonialistas a los que lo hacen. De exhibir un antisemitismo desacomplejado y de, incluso, negar la barbarie o blanquearla. Capaces, por algún tipo de encantamiento, superpoder o desfachatez, de defender al mismo tiempo causas que colisionan entre ellas por incompatibilidad biológica sin inmutarse siquiera. Y de pretender que nadie pueda discrepar o manifestarse en contra. Eso sí, siempre anticapitalistas. Ignorando, no se sabe si conscientemente o por desconocimiento, que fue precisamente el capitalismo el que permitió a España pasar, en apenas dos generaciones, de una economía de subsistencia a un estado del bienestar. Ese estado de bienestar, por cierto, que todos nosotros ahora disfrutamos.

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Superioridad moral

La mala fama (ay, la mala fama) del capitalismo y la buena del anticapitalismo, persiste. El Doctor en Economía y ensayista Daniel Lacalle explicaba así la razón de las críticas: «Se critica el capitalismo, básicamente, porque es un sistema basado en el beneficio económico, sin entender que el beneficio económico es precisamente la demostración de sostenibilidad y de eficiencia. Solo hay dos tipos de sistemas: los que se basan en beneficios y los que se basan en pérdidas. Y el que está basado en pérdidas siempre está condenado a la desaparición y a la destrucción de la capacidad productiva del sistema. Un sistema basado en pérdidas siempre genera pobreza, miseria y termina siendo total y completamente insostenible». Así que lo se defendería, desde la superioridad moral y el desconocimiento, sería condenar al pueblo a la miseria. Una, eso sí, igualitaria.

Carlos Martínez Gorriarán, doctor en Filosofía y profesor en la Universidad del País Vasco, autor de «En defensa del Capitalismo», apuntaba hace un tiempo en estas páginas, a propósito de esto, que «hay algo casi religioso en este anticapitalismo. Aparte del desconocimiento más básico de algo tan complejo como es la economía. En la religión clásica es el demonio la expresión prototípica del mal y, en esta especie de religión ideológica, lo es el capitalismo. Su existencia sirve para explicar que ocurran todos los males imaginables: la desigualdad, las guerras, el cambio climático, el machismo, el fascismo, el racismo… Aunque la evidencia es que hay menos guerras, menos desigualdad y más justicia social en un sistema capitalista».

Perder la fe en la democracia

Esta tendencia de ciertas ideologías hacia posturas populistas que tienden a dar explicaciones y soluciones simples a problemas o situaciones complejas, y a instrumentalizar causas justísimas hasta distorsionarlas y convertirlas en grotescas, que nos tratan como interlocutores párvulos en lugar de como a adultos, y que encuentran en ciertos sectores un público entregado, parece encontrar su origen una fenomenología actual. El historiador experto en fascismos Emilio Gentile, al respecto de esta predisposición social, señala cuatro causas como las más relevantes: la complejidad de los problemas globales que afectan a los aspectos de la vida colectiva (economía, trabajo, religión, cultura… ); la dificultad de los ciudadanos para tomar decisiones informadas, debido a la distorsión de la información, y la disminución de la contribución de las escuelas públicas a la formación de ciudadanos dotados de conocimiento y espíritu crítico; la competencia electoral, que al volverse más onerosa para los candidatos favorece la elección de grupos e individuos adinerados poco sensibles a la realización del ideal democrático; y que los gobernantes tienden a mantener el poder sin abolir el método democrático, sino contrastando la división, la independencia y el equilibrio de poderes, exacerbando la personalización de la política y del propio gobierno, a través de expedientes electorales y control sobre los medios de comunicación, que limitan en lo efectivo la libre elección de gobernantes por parte de los gobernados y que acaba provocando la abstención de masas que han perdido la fe en la democracia representativa. Y ahí encontrarían estos populismos, usurpadores semánticos que pretenden designar un ideal cuando lo que designan es a un método, el caldo de cultivo ideal para enraizar sus consignas, sembrando una discordia y una polarización en la que ellos encarnan el bien (aún defendiendo lo indefendible) y, todos los demás, el puro mal. Sin embargo, olvidan en su defensa, eso sí, el pluralismo como valor constituyente de cualquier democracia moderna.

«Hay un principio supremo», sostenía el jurista Virgilio Zapatero, el que fuera ministro de Relaciones con las Cortes y Secretaría del Gobierno entre 1986 y 1993 con Felipe González y también catedrático de Derecho, «que es el pluralismo. Y este implica reconocer las diferencias de criterio y de opinión de todos. A partir de ahí es que debemos determinar en qué cosas tenemos que ponernos de acuerdo. Ese pluralismo es nuestra riqueza».