El jardín secreto de Monet, en Madrid
La exposición del artista que acoge CentroCentro reúne cincuenta obras maestras del artista procedentes del Museo Marmottan
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En 1966, Michel Monet decidió legar el conjunto de pinturas, dibujos, cuadernos y objetos de naturaleza privada que todavía conservaba de su padre, uno de los impulsores del impresionismo. Lo depositó en el Museo Marmottan de París, una institución que nació en 1932, cuando Paul Marmottan, al morir, dejó a la Académie des Beaux-Arts sus colecciones artísticas y también un elegante palacete del XVI, cuyas estancias terminarían convirtiéndose en la propia sede y albergando sus numerosos tesoros. La llegada de este nuevo grupo de obras engrosó de manera definitiva la fama de sus fondos y transformó a esta institución en un referente ineludible del impresionismo. La razón es que estos lienzos y apuntes provenían del ámbito más privado del artista, no de una adquisición pública, y, también, porque suponían una completa novedad para la mayoría: muy pocos de ellos habían sido expuestos al público con anterioridad y solo las miradas más privilegiadas pudieron acceder a ellos y contemplarlos.
Igual que Leonardo da Vinci se negó a desprenderse de determinados óleos, como la conocida «Mona Lisa», hoy en el Louvre, Monet siempre mantuvo a su lado unas obras que jamás quiso vender ni tampoco dar. Esta estrecha relación que el pintor sostuvo con este grupo de piezas ayuda a entender cuáles eran las motivaciones pictóricas que guiaban sus pasos. De hecho, las pinturas suponen un sucinto, pero inmejorable, recorrido por las diferentes etapas que jalonaron su evolución. Ahora una exposición en CentroCentro, en Madrid, acoge cincuenta de ellas, más o menos la mitad de las que conserva el Museo Marmottan, y proporcionan un viaje al mundo más personal de Monet.
En un montaje que cuenta con secciones inmersivas, la muestra perfila el universo personal en el que se desenvolvía el artista, desde la estrecha relación que mantuvo con otros colegas suyos de la época, como Rodin o Renoir (así, se exhibe el retrato que este hizo de Monet) y sus primeros cuadros realizados al aire libre en las costas de Normandía (ahí está la semblanza que le hizo a Poly, el porteador que le llevaba el utillaje cuando salía a pintar al campo), hasta su vocación paisajística, que le hizo prescindir de la figura humana, y sus distintos viajes. El primero a Noruega para estudiar su paisaje helado (está presente su conocido «Tren en la nieve», una absoluta obra maestra) y el segundo a Londres, cuya niebla le ofrecería el reto de captar nuevos efectos y le planteaba desafíos compositivos a los que no pudo volver la espalda.
Quizá el mayor atractivo de la exposición descansa en la parte dedicada a Givenchy, propiedad en la que se instaló en 1883 y que adquirió en 1890. Una acertada evocación del jardín que él mismo diseñó. Son óleos de enorme colorido y expresión, entre los que se incluyen sus famosos nenúfares, que reconstruyen el espacio más secreto de Monet. Ahí está el puente japonés, el sendero de los rosales, al que volvió en reiteradas ocasiones, o las sobrecogedoras glicinas. Cuadros que permiten observar cómo se va desprendiendo de los colores que le estorban y cómo el paulatino deterioro de su vista afectó a su percepción.