John Banville, un recorrido emocional por su querida y odiada Dublín
El gran escritor traza un recorrido literario por Dublín que convierte en unas particulares memorias en las que analiza sus libros y gustos
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Wexford es un pequeño pueblo costero no muy lejos de diversos castillos centenarios: compone, pues, la estampa hermosa, romántica, de la Irlanda verde y antigua, tranquila y melancólica. Desde Dublín se puede recorrer en tren la costa oriental de la isla celta hasta ese lugar donde nació, a principios del siglo XVII, Guillén de Lampart, soldado y revolucionario que viajó al virreinato de Nueva España y, con el objetivo de conseguir el poder de la colonia y erigirse en libertador de los indígenas, falsificó documentos –no en vano también era un hombre cultivado, estudiante en Londres, Salamanca y El Escorial, y autor de poesías místicas– para hacerse pasar nada menos que por el hijo de Felipe III y ocupar el puesto de virrey. Pero Wexford tiene otro hijo importante en las últimas décadas: otro que también huyó de su tierra natal (en su caso, de la cárcel familiar y de la rigidez eclesiástica para trabajar en una compañía aérea y vivir en Estados Unidos), otro que escribió (no poesía, aunque se considere un poeta que escribe novelas), otro que también cambió su identidad (pues si ya el nombre de nacimiento es una especie de seudónimo, en su caso creó otro a partir de 2006): John Banville. En ese año, el escritor que tantos reconocimientos internacionales acababa de obtener por su relato «El mar», empezó a desdoblarse al empezar a escribir historias policiacas, rebautizándose con el nombre de Benjamin Black, aunque el seudónimo compartirá espacio en la cubierta del libro con el que le vio nacer en Wexford.
Con ese apodo, Banville dio un paso más allá incluso y, rizando el rizo, aceptó la propuesta de los herederos de Raymond Chandler para realizar una obra protagonizada por Philip Marlowe, «La rubia de ojos negros» (2014). Literatura de género, por consiguiente, diferente a su etapa precedente y de la que habló Claudio Magris, en 2003, por medio de un artículo laudatorio sobre Banville en el que destacaba cómo éste «es uno de los pocos capaces de contar cuánto amor, amistad y ternura puede haber en el corazón del ser humano». Esa sensibilidad, y un cinismo sarcástico y atrevido, distinguen a un buen irlandés. Por cierto, Guillén de Lampart (o Lombardo de Guzmán, o William Lamport, o Guillén Lombardo, como si él también hubiera barajado seudónimos) fue atrapado en su engaño de hacerse pasar por otro en México, y la Inquisición lo condenaría a morir en la hoguera.
En toda esta trayectoria también cabe la singularidad de que, entre 1976 y 1986, el que sería Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2014 publicó cuatro novelas que tenían el denominador común de adentrarse en mentes privilegiadas que, además, desafiaron a su época, cuestionando el funcionamiento de la Tierra. Esta tetralogía se recuperó hace unos años en un único libro. Así, «Copérnico» presentaba la historia de este hombre discreto que hizo que saltara por los aires la visión que la Edad Media tenía del universo; «Kepler» era la ocasión de llevar al terreno literario a este matemático que trazó una novedosa carta de las estrellas y los planetas en pleno Renacimiento; en «La carta de Newton» vimos cómo un historiador estaba preparando una biografía; y en «Mefisto» se recurría al mito del doctor Fausto para expresar la forma en que tanto el científico como el artista han de pagar un precio si quieren volcarse en su pasión.
Era, pues, un Banville «científico», realmente interesante, al que se añade ahora uno más personal y memorístico: el que ofrece un paseo por un territorio biográfico-literario titulado «La alquimia del tiempo. Un memoir dublinés» (traducción de Miguel Temprano García). Y, justamente, empieza aquí refiriéndose a Wexford, que cuando nació «era más pequeña y más remota, aislada en su propio pasado», y que su regalo de cumpleaños, cada mes de diciembre durante años, fue ir a la capital en tren. Este y otros detalles no solamente constituyen flashes de memoria que han acompañado por siempre al autor, sino que implica reconocer cómo algunas de esas evocaciones las usó antes en varias de sus novelas, como en este caso «La carta de Newton».
Banville hace vívido aquel Dublín de los años cincuenta, «un lugar gris y sin gracia», que pese a todo no enturbiaba sus sueños infantiles. Asimismo, el libro también le sirve para preguntarse «cuándo se convierte el pasado en pasado»; tal cosa, tan abstracta y a la vez tan estimulante a efectos literarios, es algo que se ha ido cuestionando desde niño y que va teniendo eco en un texto entrañable y que interesará al aficionado al autor tanto como al que tiene afecto por la cultura irlandesa. En este sentido, resulta inevitable que de continuo surjan los nombres propios de su literatura: Oscar Wilde, Samuel Becckett, a raíz de referencias a pie de calle o a movimientos del autor por la ciudad en diferentes fases de su vida.
Conocemos sus aficiones de niño (las pistolas de juguete) tanto como algunos versos de Patrick Kavanagh; recorremos una de las calles principales de Dublín, O’Connell Street, que alcanzó su esplendor a mediados del siglo pasado, antes que los neones de inspiración norteamericana estropearan su aspecto, tanto como el Abbey Theatre que fundaron W. B. Yeats y Lady Gregory; visitamos la bahía de Kilkiney, al sur de la ciudad, en una zona en la que vivió G. B. Shaw; y, por fin, acompañamos al escritor cuando abandona su ciudad natal a los dieciocho años, despreciando su entorno familiar, para abrirse al mundo y consagrarse a observar lo que la gente y las cosas son: «El arte es un esfuerzo constante por ir más allá del simple quehacer diario de la humanidad para llegar, o al menos acercarse lo más posible, a la esencia de lo que es, sencillamente, ser».
Vemos, asimismo, el arrepentimiento de un Banville que dejó su hogar sin importarle el dolor de sus padres por verlo marchar, más anécdotas que hablan de qué tipo de ciudad era por entonces Dublín y con qué personajes podías encontrarte: por ejemplo, con Anne Yeats, la hija del poeta, que fue su vecina, y la manera en que, una vez pasado el tiempo, ya una vez convertido en Benjamin Black, vio a las claras el potencial de Dublín como escenario de novelas negras. Y es que, naturalmente, todo está empapado de nombres y obras irlandeses: James Joyce y Brendan Behan, Flann O’Brien y Francis Bacon, por más que, como toda ube importante, también Dublín estuviera «bien servida de impostores, farsantes y poetastros», a lo que se añade la crítica irónica sobre el hecho de que «los escritores irlandeses nunca emigraban sin más, siempre “iban al exilio”».
Y, en efecto, «no había duda: si querías triunfar, tenías que irte. No podías hacer nada en Dublín», dice Joyce en el cuento «Una nubecilla». Es más, las voces dublinesas hay que buscarlas desperdigadas por el mundo: Frank McCourt, Laurence Sterne, Oliver Goldsmith, George Moore, Bram Stoker y Shaw morirían en Gran Bretaña; Wilde, Yeats y Beckett en Francia, James Joyce en Suiza. Banville, por su parte, vivió en el extranjero a finales de los años sesenta, pero volvió a Dublín; y allá sigue.