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Historia

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Los secretos del astrólogo del rey Felipe IV

Se llamaba Nicolás Oliver Fullana y fue un reputado cosmógrafo que vivía rodeado de libros prohibidos por la inquisición

Retrato de Felipe IV
Retrato de Felipe IVlarazon

Se llamaba Nicolás Oliver Fullana y fue un reputado cosmógrafo que vivía rodeado de libros prohibidos por la inquisición.

En abril de 1662, la Inquisición juzgó en Toledo, por practicar magia sacrílega, a uno de los personajes más pintorescos en la historia del esoterismo español. De nombre Nicolás Oliver Fullana, el acusado era astrólogo en la Corte del mismísimo rey Felipe IV. También fue un reputado cosmógrafo, además de un militar veterano en varias guerras y de un incansable buscador de tesoros. Pero ante todo, Nicolás Oliver era un pensador heterodoxo con ideas propias en el campo de la nigromancia, capaz de defenderlas aun a riesgo de su propia vida. No en vano, el negocio de las ciencias ocultas constituía todo un peligro en aquella época. Nacido en la isla de Mallorca en 1623, Oliver estudió en un colegio de la Compañía de Jesús, donde quiso ingresar atraído por sus precoces tendencias místicas, aunque finalmente se decantó por la milicia culminando una valerosa carrera.

Combatió durante ocho interminables años en una compañía de mallorquines en la guerra de Cataluña, donde alcanzó el grado de suboficial. Cuando se propuso licenciarse, pidió el cargo de sargento mayor de Palma, pero su solicitud fue denegada. Desilusionado, encaminó sus pasos hacia Madrid convencido de que se le presentarían mejores oportunidades. Una vez allí, se introdujo entre las élites de la capital. Después de todo, él era un hombre culto que escribía con sabiduría y fluidez desde panegíricos y alabanzas a personajes poderosos, hasta memorias genealógicas. Siempre con la prosa alambicada del barroco culterano tan en boga entonces. Pero eso lo hacía para ganarse la vida, pues lo que realmente le cautivaba eran la magia y la astrología.

Entre dientes y calaveras

Residía en su casa de la calle del Paraíso entre calaveras, dientes de difuntos, mortajas y libros prohibidos por la Inquisición. Llevaba siempre puesta una medalla con símbolos mágicos y, entre tanto, con esfuerzo y astucia, logró hacerse un nombre en la Corte como reputado astrólogo.

Por aquel entonces, el pueblo estaba en gran parte alborotado ante los supuestos tesoros escondidos por los moros antes de su destierro de España. La fiebre había adquirido tal grado entre la población, que llegó a convertirse en todo un fenómeno delirante, parecido al registrado en Nueva York en vísperas del crackde 1929.

Se aseguraba que existían al menos tres escondites en las cercanías de Madrid donde se hacinaban dinero y joyas en abundancia. Muchos habitantes soñaban con hacerse multimillonarios si extraían esas riquezas de las mismas entrañas de la tierra. Pero claro, aquella empresa no era en modo alguno fácil, pues la superstición ya se había encargado de hacerles creer que aquellos tesoros estaban protegidos por espíritus malignos que era preciso desencantar antes. Se trataba en realidad de una leyenda de terror hecha realidad entre las personas más incultas e ingenuas de la época. Irrumpió entonces, en aquella tétrica escena, nuestro protagonista con sus conocimientos mágicos. Oliver pensaba que, con la ayuda de exorcismos y conjuros, respaldado además por un mítico grimorio medieval denominado La Clavícula de Salomón, sería capaz de localizar todos aquellos tesoros y de expulsar a los espíritus que los custodiaban. Si su plan funcionaba, se haría dueño de todas esas riquezas y podría fundar una flota y emprender otras grandes empresas por medio mundo. El mallorquín constituyó una auténtica banda para invertir dinero en su proyecto. No faltaban en aquel grupo caballeros y damas de la alta sociedad madrileña, ni tampoco clérigos codiciosos dispuestos a invocar a Dios y al diablo con tal de cubrirse de oro. Pero transcurrido el tiempo, aquellos malditos tesoros seguían sin aparecer.

Seis años de destierro

Lo peor de todo fue que uno de los socios de Oliver, demasiado dado a la incontinencia verbal, llamó la atención del Santo Oficio. Se trataba de un arcipreste italiano con ribetes de perturbado mental, motejado como El Doctor Milanés.

¿Qué sucedió al final? Nicolás Oliver fue condenado a seis años de destierro y a cuatro de galeras, aunque esta última pena se le conmutó al final. Tenía treinta y ocho años cuando abandonó España con destino a Bruselas. Poco después se enroló como coronel en el Ejército holandés, aliado de la Monarquía Hispánica en su guerra contra Francia. Asentado finalmente en Ámsterdam, donde profesó el judaísmo, pudo relacionarse con la deslumbrante comunidad de sefardíes residente allí. No se sabe hoy a ciencia cierta si él ya se había judaizado en secreto con anterioridad, o si incluso en su propia familia existían ya antecedentes hebraicos. Quizá el suyo fuese uno de esos extraños casos en los que esa conversión se realizó con plena convicción personal.

En el corazón de Amsterdam

A mediados del siglo XVII, la capital holandesa se elevó económicamente por encima del resto de las ciudades europeas gracias al brío de su burguesía comercial. En ese clima de tolerancia pudo establecerse allí una colonia de judíos de origen ibérico que, pese a tener que huir de la Península a causa de sus creencias religiosas, conservaba aún relaciones con las autoridades españolas.

La cultura judeoespañola floreció en la metrópoli de los canales. Nicolás Oliver perteneció a ese curioso grupo donde no faltaban filósofos de la talla de Spinoza, junto a militares, poetas, eruditos, aventureros o fervientes creyentes en la inminente llegada de un Mesías hebreo.