Elvis Presley, cómo arruinar el espíritu adolescente
Una biografía del mito se asoma a las obsesiones tardías de Elvis con las placas honoríficas de Policía y a la triste historia del rey del rock & roll convertido en el hazmerreír de la cultura que había creado
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Fue la encarnación de la rebeldía, el molde de la adolescencia. El Rey del Rock & Roll. Y se convirtió en el hazmerreír de la cultura que había creado, mono de feria de Hollywood y pálida sombra de sí mismo. Elvis Presley pasó de ser considerado amenaza para el bienestar de la juventud a un yonqui de todas las píldoras y fármacos imaginables que se creía agente de narcóticos. Antes le vendió su alma al diablo y a un falso Coronel pero, con el barro hasta las rodillas, siguió conmoviendo en cada escenario que pisaba. Es imposible no conectar con la historia de un niño pobre que inventó los mitos positivos y negativos de la leyenda del rockero. Tras su muerte, todas las tragedias que vinieron después eran repeticiones de la misma canción. Elvis se coló en la Casa Blanca armado y estrechó la mano del presidente, vivió preso de paranoias y cantó la historia más triste del rock & roll, como cuenta Ray Connolly en “Ser Elvis. Una vida solitaria” (Alianza), una escrupulosa biografía que acaba de ser publicada en castellano.
Procedía de una familia más pobre que humilde y por eso compartió con los afroamericanos iglesia, himnos y el rhythm & blues negro que sus padres preferían que no escuchase. Creció en un entorno, el de los “hillblly” en el que casi todo era pecado, el alcohol casero se vendía de contrabando y la miseria era enorme. El dinero siempre había sido un problema en casa y seguiría siendo fuente de problemas toda la vida de Elvis. La figura de su madre, Gladys, fue fundamental: era su soporte, su consejera y también el modelo de consumidora de pastillas “adelgazantes”, anfetaminas en realidad, que pronto se tomaría a puñados.
En la adolescencia, Elvis comenzó a trabajar y a comprarse ropa estrafalaria. Nadie le ayudaba a elegir aquellas camisas de colores ni las patillas y el tupé. Aquella creación temprana de su personaje fue suya y le costó risas y humillaciones en el instituto. Pero le daba igual. Nunca pudo permitirse la universidad, así que cantaba en un cuarteto de góspel en la iglesia. En Memphis empezó a hacerse conocido y rondaba la puerta de Sun Records, mirando a través de la ventana, se sentaba en la cafetería de enfrente, donde Sam Phillips establecía su oficina. El sello apenas había conseguido algún éxito local, muy menor, pero Elvis soñaba con su voz grabada en un acetato. Un día decidió pagar de su bolsillo una sesión, para regalarle a su madre el disco. La recepcionista, Marion, se dio cuenta de que tenía algo y se lo contó a su jefe. Le llamaron y el resultado fue bastante pobre. Pero Phillips sintió algo por ese chico humilde y le pidió una segunda prueba que se encaminaba hacia el desastre hasta que, ya cansados, probaron improvisando con un viejo tema, “That’s All Right, mama”, y sintieron algo: no era blues, no era “hillbilly”, no era negro ni blanco. “Nos echarán de la ciudad”, bromeaba Phillips, ninguna radio querrá ponerlo. Pero lo grabaron y lo lanzaron como single. Una emisora lo pinchó una noche y tuvo que volver a ponerlo otras once veces más por estricta petición del oyente. Todo el mundo pensaba que Elvis era negro.
Tenía la cara llena de espinillas y era delgado como un junco. Se puso maquillaje y hasta sombra de ojos (admiraba a Liberace) para su primera actuación en Memphis en 1954. Aquella noche logró lo que siempre le iba a suceder. Las chicas se volvieron locas y tuvieron que tocar tres veces las pocas canciones que tenían ensayadas. Elvis se movía sobre las puntas de los pies, sacudía la pierna como si llevara una culebra en los pantalones y su fama se extendía como la pólvora por Arkansas, Misisipi y Texas. Tenía 19 años y vivía el momento más feliz de su vida. Sin experiencia ni formación musical, dominaba el “doo wop”, el country, el gospel, el blues y cualquier cosa que se pudiera cantar. Aunque la mitad del público apenas podía escuchar nada fuera de sí mismas. Pronto Sun Records se le quedó pequeño y en su camino se cruzó un personaje siniestro: Tom Parker se hacía llamar el Coronel y le consiguió un contrato con el gigante RCA a cambio de, literalmente, venderle su alma. Elvis, agradecido por lo que parecía un impulso para su carrera, carecía de los conocimientos sobre los contratos discográficos. En realidad, nadie sabía demasiado porque estaban inventando la industria mientras andaban. Parker ideó un sistema por el cual Elvis dejaría de cantar canciones de terceros a los que pagar derechos e interpretaría las de su propia compañía, temas compuestos por Julian y Jean Aberbach, supuestos fabricantes en serie de éxitos asegurados. Entre todos se repartirían los huevos de la gallina de oro. En ese momento, sin saberlo, Elvis estaba tomando la decisión más drástica de su vida. En un lado, Sam Phillips, un hombre de la música que seguiría sacando talentos reales como Johnny Cash o Jerry Lee Lewis. Del otro, las promesas de Hollywood y toneladas de dinero. Eligió seguir sus sueños de juventud.
Elvis nunca bebía porque su abuelo había sido alcohólico, pero empezó a tomar algunas de las pastillas que su madre tomaba para adelgazar y que, ésta sí, mezclaba con alcohol. Le daban energía. Los compromisos se multiplicaban, su fama crecía y gracias a los Aberbach, judíos neoyorquinos, le llegaría la ocasión soñada: una presentación en televisión llevó a la siguiente. Trataban de contener sus movimientos, le encuadraban de cintura para arriba... pero no pudieron detenerle ni él detener la polémica. Elvis, “corruptor de menores”, “ruina de la juventud”, “delincuencia e incitación al sexo”. La catarata de insultos e invenciones que se repetiría durante toda la historia con cualquier estrella juvenil. “Tío, la gente de color lleva cantando y tocando como yo más años que yo qué sé. Tocaban así en sus chozas y con sus gramolas en las cantinas y nadie hacía caso hasta que yo aparecí. Cuando canto himnos en casa con mis padres, me quedo quieto y siento. Pero cuando canto rock & roll no puedo evitar cerrar los ojos y mover las piernas. Pero me da igual lo que digan. No es malo”, dijo en una entrevista. En 1957, la brigada antivicio de Los Ángeles le grabó y le advirtió de que, o adecentaba el espectáculo o iría a la cárcel. Pero él siguió como siempre y la Policía no se atrevió a cumplir sus amenazas.
La Elvis Mafia
Parker gobernaba su carrera con mano de hierro. Le prohibía presentaciones benéficas, lo que molestaba a Elvis, pero cumplía su palabra. Así fue como le llevó a Hollywood y le regaló un éxito histórico. Y, además, libre de derechos, como a él le gustaba. Esa fue “Love Me Tender”, canción que terminó dando nombre a la película. Era una película barata, de serie B, hecha deprisa y corriendo. El Coronel le mataba a trabajar y las adolescentes rodeaban la casa de sus padres. Tuvieron que mudarse por su culpa. En cuestión de chicas, siempre tuvo dos o tres novias a la vez, aunque el sexo no era lo más importante para él. Solo el hecho del calor de una mujer a su lado. Por entonces, el mito era Natalie Wood, con la que compartió reparto en una película. Ella, más joven, había sido niña prodigio y estaba años luz de madurez y de preparación. Le dejó porque pensaba que era un poco paradito. Desde entonces, Elvis nunca querría una mujer a su lado con estudios universitarios o más preparada que él.
Como buen “hillbilly”, el núcleo familiar era sagrado. Muchos de sus primos y de sus amigos formaban la conocida como Elvis Mafia, un nutrido séquito de personas que empezaron a vivir de él. Cumplían misiones de seguridad o de asistentes, pero en realidad solo estaban para reírle las gracias y adularle. Nunca le dijeron que se estaba equivocado. No importaba, porque todo lo que tocaba se convertía en oro. Ganaba más dinero del que se podría gastar en la vida (pronto comprobaría que de ninguna manera era así) y se lo debía todo al Coronel. Confiaba más en él que en su propio talento. Y ese fue el mayor error de su vida.
Su madre falleció justo antes del sonado reclutamiento de Elvis, que se presentó como un acto de igualdad del Ejército americano, que trataba a todos los jóvenes en las mismas condiciones y por eso le enviaron a Alemania a servir. Sin embargo, Elvis tuvo un trato especial. Allí conoció a Priscilla Beulieu, de 14 años. Era la muñeca que siempre había soñado y, cuando tres años después, ella regresó de Alemania a Estados Unidos, iniciaron una relación en secreto (no tenía edad de consentimiento) y Elvis no tardó en modelarla para ser un parte más de su decorado. Parte de esa instrucción eran las anfetaminas, claro, y los somníferos. Y el maquillaje, las pestañas postizas y todo lo demás. “Sepultó en dinero toda su bonita mirada de colegiala y la convirtió en una muñeca vestida de pelandrusca”, dice el biógrafo. Era su idea de la mujer perfecta, pero la estaba destruyendo al hacerla pasar de los calcetines de punto a las “anfetas”. Elvis siempre decía que las pastillas eran inofensivas. Las había obtenido con receta, al fin y al cabo, de un médico. Las tomaban los camioneros para mantenerse despiertos. No veía peligro en ellas.
La pasión de Elvis por cine le llevó a aceptar las sucesivas y espantosas películas en las que el Coronel Parker le enroló con la excusa de ganar mucho dinero mientras rechazaba un papel en “West Side Story” que ganó nueve Oscar, por ser una producción ajena. A cambio, pese al mangoneo de su representante, con solo 25 años, ya había adquirido Graceland y sostenía a todo su séquito de, a su vez, mangoneadores. El lado negativo fue que, en 1956, Elvis salió a actuar en Honolulu y, aunque todavía no lo sabía, no volvería a pisar un escenario hasta 1968.
Cine infumable
Elvis detestaba actuar pero nunca quiso decepcionar a nadie y por eso le decía que sí al Coronel cuando traía una película mala tras otra. De la misma manera que se quedó congelado en el tiempo y siempre conservó el mismo aspecto, cumplía con lo que esperaban de él, lo que se suponía que era Elvis Presley. Participó en seis películas en dieciocho meses. Se aprendía sus líneas en el coche y sonreía pensando en las comisiones por aparecer en la imagen y cantar las canciones más las ventas de los discos de esas mismas canciones. No podía soportar la idea de volver a la pobreza de su infancia en Tupelo y necesitaba mucho dinero para alimentar sus gastos descontrolados. Así que primero preguntaba: “¿Qué se supone que tengo que hacer con este pedazo de mierda?” Y a continuación lo cantaba obedientemente. Mientras, Parker rechazaba giras porque eran menos rentables y canciones buenas porque no eran suyas. Así, en poco tiempo, el que era el dios de la juventud y amenaza para los buenos valores, se había convertido en un actor regordete de serie B, un espantajo que, cierto, ganaba más dinero que nunca. Se lo tomaba con humor: “Lo único peor que ver una película mala es salir en ella”. Ya se había convertido en el mono de feria de Hollywood. Sin embargo, el mundo ya había cambiado: mientras los Beatles publicaban “Sgt. Peppers” en 1967, Elvis estaba lanzando un tema ridículo que se llamaba “He’s Your Uncle, Nor Your Dad”. Para entonces, ya era el hazmerreír del rock & roll. Ajeno al circuito de giras, hizo caso a la enésima iniciativa del Coronel. Abrir una residencia artística en Las Vegas.
La obsesión de las placas de policía
En ese tiempo, su consumo de pastillas estaba desbocado. Vivía de noche, cuando se iba a conducir por la ciudad porque nadie le reconocía. Entraba de visita en funerarias, acababa en el desierto. Y a medida que los años setenta se iban oscureciendo y volviéndose peligrosos, Elvis empezó a obsesionarse con la idea de ser atacado por un psicópata estilo Charles Manson. Cada vez se identificaba más con la policía y la autoridad en general y rechazaba a los “hippies” y drogatas decadentes. Él no se incluía a sí mismo en esta categoría, claro. Se espantó de ver banderas estadounidenses quemadas en protestas por Vietnam, así que cada vez se identificaba más con las fuerzas dela ley. Cuando recibió una condecoración de ayudante del “sheriff” de Houston, algo hizo clic en su cabeza. Se obsesionó con las placas policiales como otros coleccionan sellos. Las buscaba, las solicitaba, casi las exigía. Y tras recibir la placa de ayudante de Shelby, Tennesee, que era donde vivía después de realizar una donación en efectivo, no solo obtuvo el derecho a llevar armas legalmente (se gastó 20.000 dólares en un arsenal) sino que su fantasía despegó como un cohete. Igual que el “Coronel” Parker había conseguido el rango militar como una pura fantasmada (fue “regalado” por el gobernador de Louisiana por los favores prestados), Elvis comenzó a obsesionarse con los títulos policiales. Impulsado por esta locura, llegó uno de los episodios más disparatados de su vida. Un día de diciembre de 1970, tras discutir en tono muy elevado con Priscila y su padre, Elvis salió conduciendo colocadísimo de casa. Llegó al aeropuerto y tomó un vuelo a Washington para ir a visitar a una azafata, una de sus novias. No estaba en la ciudad, de manera que tomó otro avión a Los Ángeles. Enfadado todavía, urdió un plan y volvió a la capital en avión. Vestido con un traje de terciopelo morado y una capa, estaba decidido a pedirle en persona al Presidente Nixon una placa de la Oficina de Narcóticos y Drogas Peligrosas. Y le escribió en el avión una carta al presidente en la que se ofrecía como defensor de la juventud americana “frente al abuso de las drogas y las técnicas comunistas de lavado de cerebro. Estoy en el meollo del tema, donde puedo ayudar y ayudaré”. Cuando aterrizó en Washington fue a pedir en persona una placa a la Oficina de Narcóticos pero no se la dieron. Para pasmo de sus asistentes, ese mismo día recibió una llamada de la secretaria de Nixon, que estaría encantado de recibirle. Cuando Nixon le vio, enjoyado y con aquella capa, no pudo evitar decirle: “Te vistes un poco a lo loco, ¿no?”. Elvis explicó su misión y a Nixon le pareció muy razonable que un músico colocado con capa se ofreciese a perseguir drogadictos. Le entregó la placa. Y las obsesiones de Elvis no hicieron sino dispararse. Hizo que le instalaran una radio policial y una sirena azul en el coche. Compró armas y esposas que exhibía con orgullo.
La situación pasó de cómica a espeluznante cuando llegó el divorcio con Priscilla. Una noche, tras un concierto en Las Vegas al que ella fue acompañada de su nueva pareja, el que había sido su instructor de karate, Mike Stone, Elvis se pasó con las pastillas. No podía dormir, daba vueltas en la cama y llegó a la conclusión de que la única manera de calmar su dolor era acabando con la vida de Stone. Extrajo un rifle M-16 de la vitrina y se lo dio a uno de sus ayudantes para que fuese a terminar “ese hijo de puta. No tiene derecho a vivir. Me lo ha arrebatado todo”. Le disuadieron, pero buscaron el nombre de un sicario confiando en que se le olvidase. Estaba fuera de control y no dejaba de tomar fármacos: Quaalude, Demerol, Valium, Tuinal, Seconal, Percodan, Nembutal y Placidyl era su vademécum. Decía que no estaba enganchado, que eran medicamentos legales, nada de sucias drogas de la calle. Tratamientos legítimos, decía, pero su talento ya estaba marchito casi del todo.
Trató de librarse del Coronel, pero no pudo. Aumentó el número de actuaciones para pagar el divorcio, su séquito y su nueva afición: regalar coches de forma patológica. Como el símbolo de América. Seguía buscando coleccionar chicas, más compañeras que amantes. Ni siquiera buscaba sexo, solo caricias y compañía. Sus gastos se dispararon y también el ritmo de conciertos. Para soportarlo, el “doctor Nick”, George Nichopoulos, comenzó a inyectarse Demerol. Sufrió crisis respiratorias. Unos días antes de morir, dijo que “estaba cansado de ser Elvis Presley”. Hasta que su corazón se cansó también el 16 de agosto de 1977. Se lo encontraron tirado en el suelo del baño.