El análisis

El temblor del fracaso

La realidad y los hechos, avalados por los jueces, dicen que los independentistas fugados no han conseguido nada con su locura

Antoni Comin I Oliveres and Catalan leader in exile Carles Puigdemont pictured during a press conference regarding the evaluation of the sentence of the Court of the European Union on the lifting of the euro-parliamentary immunity of Catalan leader Puigdemont and separatists Comin and Ponsati, Wednesday 05 July 2023, at the European parliament, in Brussels.
Antoni Comin, Carles Puigdemont y Ponsati en una imagen de archivo en rueda de prensa en Bruselas Europa Press

Los catalanes hemos padecido con resignación los repetidos disparates de nuestros políticos regionales durante los últimos años. El porqué de esta secuencia interminable de sinsentidos obedece a una cadena de añejos intereses particulares, tan absurda como enrevesada. Dado que esa madeja resulta muy difícil de explicar fuera, se opta muchas veces por la simplificación de recurrir al desgastado tópico del «seny» (la sensatez) y la «rauxa» (el arrebato). No se lo crean. Aparte de que el viejo y superado tópico lo único que retrata es un cuadro patológico que la psiquiatría clasificó ya hace años como «pasivo-agresivo», lo cierto es que los catalanes no somos ni más sensatos ni más arrebatados que cualquiera. El obsoleto estereotipo, por tanto, es algo inservible. Ni aporta nada para comprender ni tiene que ver con la realidad que vivimos en Cataluña.

En esta vapuleada zona, lo único que ha sucedido es que, por una desafortunada conjunción de tradiciones imaginarias y características específicas de la evolución de los sistemas políticos regionales, han accedido a su liderazgo gentes de escaso nivel político, rudimentaria preparación intelectual y aún menos sentido de la representación colectiva.

La imagen que lo resume la dieron los fugados el otro día, cuando convocaron una rueda de prensa para explicar el varapalo que habían recibido de la Justicia europea. La incapacidad para atender a los mínimos principios de la comunicación política quedaba de relieve por no atender a errores tan simples como colocar a Clara Ponsatí al lado de Puigdemont (parecían el punto y la i). Que luego sus discursos fueran contradictorios y enfrentados es tan solo una consecuencia lógica del mundo de incoherencias que los rodea. La estética circense de fenómenos de feria es, con seguridad, la menos adecuada para aspirar a defender cualquier tipo de supuesta unidad moral. Lo cierto es que sobre el escenario veíamos también a un abogado que fue condenado hace años por colaborar con una de las peores lacras que han sufrido las sociedades humanas. Junto a él, un hombre joven y nervioso (Toni Comín) intentaba explicar erráticamente o dar algún sentido (que no fuera el obvio) a lo que le resultaba, para él, inexplicable.

Por mucho que se quiera negar, la imagen que se trasladaba era la del ridículo, el desaliento y el fracaso más vergonzoso. Podríamos pensar que, ante una escenificación tan clara de los peores defectos del liderazgo político, el público en masa les volvería la espalda, hartos de tanto despropósito. Quizá eso sucedería en un mundo ideal (ajeno a la desconexión de la realidad y a los sueños delirantes) pero no necesariamente en Cataluña. Quedan significativos contingentes de población adictos todavía a la imposible pretensión de que sus ideas se impongan por encima de la realidad y de la voluntad mayoritaria de sus paisanos. Baste un par de perlas dialécticas, segregadas estos días desde esas direcciones, para comprobarlo.

La primera pertenece a la reacción de un representante de las minoritarias CUP que aseguraba que seguirían luchando contras los jueces franquistas, como si ese franquismo zombie –que se supone ha resucitado para conquistar el mundo– se hubiera expandido ya a la Justicia europea. Imagino que su desconcierto y decepción explicativa serían monumentales si pensara por un momento en el escaso conocimiento concreto que pueda tener un juez europeo del dictador gallego. La segunda perla proviene del propio Puigdemont. Se permitió afirmar ampulosamente que seguiría en sus trece «hasta conseguir la derrota del Estado español». Obviamente, no ha aprendido nada. Menospreciar al Estado fue el error más palmario de todas sus iniciativas. Ahora nos anuncia que su plan es seguir subestimándolo como camino hacia el éxito. O sea, un flequillo extravagante como único argumento contra el estado de todos. ¿Qué puede salir mal?

Fue un catalán, Josep Pla, quién dijo que la alta política es, al cabo, la capacidad de capturar la realidad por el cuello. Y la realidad, los hechos, avalados por los jueces, dicen que la locura de los fugados ha fracasado. Y en ese fracaso, brillan también con luz propia (y son arrastrados por él) todos aquellos que quisieron poner obstáculos a la tarea de los jueces, cambiando el Código Penal para modificar la realidad y los hechos.