Ronda de bares: Territorio charro, el Colón

El territorio charro tiene personalidad de barra de categoría. Los salmantinos saben plantarse en los bares con ese señorío un tanto antiguo que da prestancia a una ciudad con la Historia en su espalda, pero con una viveza inconfundible que no se estudia en ninguna cátedra. Uno de sus raros cenáculos, seguramente con más personalidad que ningún otro, se llama Bar Colón. El vagabundeo barista alcanza aquí su apogeo. Podríamos estar ante una ermita románica, baja y con ganas de rezar en la barra. El local, como un santuario pagano, te acoge sin ceremonia. Los camareros parecen oficiantes tonsurados y serios, expertos en el arte de servir sin pedir permiso ni perdón. La risa, ya se sabe, siempre fue sospechosa desde la antigüedad.

Dice el titular, David, como quien proclama una bula: «Somos antipáticos y serios». ¿Tendrá que ver con el clima? Tal vez. O con la claridad de saber que en este tabernáculo no se viene a hacer amigos sino a estar. A estar bien, con la copa precisa y el bocado canónico. Porque aquí se puede comer, y de qué manera. Un callo de escándalo, como los de antes de que las abuelas se extinguieran. Hace años. Y un hornazo de no menor importancia, gran bocado singular de mucho relleno, con pleno de charcutería, carne adobada y huevo duro. Empanada gruesa, contundente, muy típica del Lunes de Aguas, pero que aquí se celebra como si cada día fuera fiesta de guardar, como tiene que ser

Con ese hornazo exuberante y con alguno de los buenos vinos que se descorchan sin aspavientos, y con la graciosa antipatía de David, que en realidad es puro afecto disfrazado de ceño, uno tiene la sensación de estar en el sitio adecuado. Las fuentes de callos recuerdan los bocados ávidos del caminante cuando todavía no estaba muy descosida España. Apostilla el artista: «El que vengo aquí soy yo, todos los días».

No hace falta más. El resto lo pone la barra.