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Gabriel Rufián y su manual de rufianerías

La mayor parte de sus intervenciones en el Congreso se ven envueltas en polémicas, que más tarde él mismo sigue alimentando a través de sus redes sociales

Gabriel Rufián
Gabriel RufiánChema MoyaEFE

Terminó el curso político y, en lugar de boletín de notas, Gabriel Rufián se lleva bajo el brazo un manual de esas rufianerías con las que ha conseguido ganar espacio mediático en un año crucial para el desafío independentista. En una de sus acepciones, las rufianerías aluden a dichos y hechos propios de rufián, lo que significa que el político catalán nació con el privilegio de disponer de un género propio de hacer política que lleva su nombre. Las rufianerías equivalen a la picaresca y podrían venir del germánico «rauh», onomatopeya de un hombre al gruñir. Rufián gruñe poco. Más bien hace reír, a pesar de que suele ser un político contenido en lo gestual y de risa bien adiestrada.

Son sus palabras cuando caen en la grosería y en la fanfarronería las que completan su molde caricaturesco. En cualquier contexto explota todas las posibilidades irrisorias para impresionar, prestándose a que las redes eleven a hipérbole sus gracietas. Los ciudadanos responden jugando con su propia ambigüedad: ingenioso y a la vez repulsivo. Por ingenioso podría pasar uno de sus últimos tuits, cuando abroncó al tenista olímpico Novak Djokovic que, después de pronunciarse en contra de la decisión de Simone Biles, demostró que él tampoco tenía muy buen perder, rompiendo una raqueta y lanzando otra contra la grada: «Pues para saber gestionar la presión tan bien, ha ganado las mismas medallas». Días antes, había brindado su perla al presidente Sánchez, que acababa de anunciar que nunca habría referéndum: «Denos tiempo», replicó con sorna.

Sus manos cogidas sobre el atril indican que no necesita gesticular para amenizar los días en el Congreso, permitiéndose la libertad de expresar lo que le venga en gana y sin que le importe inflar los cachetes para recibir bofetadas. Es la viva imagen del bufón Calabacillas de Velázquez, prototipo de gracioso palaciego con el oficio de reírse de la gente con absoluto descaro. Conoce la repercusión de sus performances en el hemiciclo y, fiel a ese culto que se profesa a sí mismo, corre directo a las redes sociales a continuar el revuelo. Ocurrió con la reciente propuesta de Yolanda Díaz acerca del término matria: «Mejor amar a un país llamándole matria que saquear un país llamándole patria». Unos meses antes, el motivo para una nueva rufianería fue la convocatoria de elecciones en Madrid. El político rescató un fotograma de la película ‘Los juegos del hambre’ junto al mensaje «Que comiencen los septuagésimos cuartos juegos de las mociones de censura».

Rufián es capaz de enfurecer a cualquiera y buena parte de la ciudadanía se ha cansado de quien considera una mosca cojonera con licencia para degradar actos como la concentración en Colón contra los indultos, que él describió como «una especie de narcosala de la ultraderecha en la que se va a repartir metadona de la mala para esa gente». A menudo sus zascas se le vuelven en contra y en esta ocasión hubo también alguna demanda legal. Consiguió también colmar la paciencia de Ana Pastor en 2018, en una de las jornadas políticas más desafortunadas que se recuerdan. Rufián lanzó una ristra de insultos a Josep Borrell y la entonces presidenta del Congreso le expulsó del hemiciclo tras reprenderle hasta en tres ocasiones. El insistente «¡Señor Rufián, le llamo al orden!» pasará a los anales de la democracia. Una vez más, encontró motivo para hacer mofa y acaparar la atención de las cámaras.

Sin duda, disfruta haciendo de malo malote con su tupé a veces despeinado que ya blanquea y retuiteando chistes ingenuos como este que vio en Twitter durante los Juegos Olímpicos: «Gana Italia los 100 metros porque van de pizza y corriendo». ¿Hay que tomarle en serio? Según las opiniones políticas, su posición se ha fortalecido con los indultos y el triunfo electoral de ERC sobre Junts. Y también despierta más simpatías que Oriol Junqueras. Esto le permite tener muy claro el lugar que quiere y seguir cultivando su rol de enfant terrible de la política española echándole horas a las redes sociales y distrayendo al hemiciclo.