Sahel
¿Y si fuera verdad que Francia contrata a “yihadistas” en Mali?
Conversaciones con refugiados y mandos militares malienses destapan una inquietante teoría que podría explicar los 9 años de presencia militar francesa en el país
Encontrar una verdad en Mali se trata de una tarea harto complicada.Las versiones se entrecruzan. Los rumores voltean como hacen las olas. Mientras las verdades en Ucrania o Siria pueden simplificarse porque los “malos” y los “buenos” se escogieron hace años sin lugar a dudas, en Mali no pueden encontrarse buenos o malos claramente delimitados, sino agresores y víctimas, víctimas que agreden y agresores que sufren lo indecible, cómplices de las víctimas y asesores de los agresores, funciona así, las puertas de los despachos se cierran aunque los picaportes no cierren del todo, las peticiones se devuelven con el sello sin tinta que deniega los permisos, los extraños te acusan de ser espía y tus amigos locales se juegan el cuello y la reputación por acompañar en público a un periodista europeo. Pero esto no es la jungla. Es el Sahel. Una superficie olvidada de unos 3 millones de kilómetros cuadrados (más o menos del tamaño de la India pero de mayor extensión que Argentina) y que aglutina pedazos de Senegal, Mauritania, Mali, Níger, Burkina Faso, Chad y Sudán.
La verdad se escabulle como haría un leopardo joven entre las sombras de las acacias. Tres intensas horas entrevistando a un jefe Peul pueden derivar en dos frases ciertas, ni una más. Cinco solicitudes para visitar las bases españolas acaban en cinco negativas consecutivas bajo excusas bochornosas. Aquí reinan la mentira y el misterio como reyes absolutistas, y el peligro se respira junto con las columnas de humo negro que produce la basura incinerada a pie de calle.
Un refugiado Dogón
Babacar es un jefe de la etnia Dogón que malvive en el campamento de refugiados de Niamakoro, en el estercolero de Bamako. Para reunirse conmigo y contarme lo que voy a exponer a continuación, me pide que nuestro lugar de encuentro sea un sitio público pero alejado, a la vista de todos pero sin que por ello sea un lugar abarrotado. Finalmente quedamos junto a una boutique cuyo dueño es amigo de Babacar, un tipo de fiar, al menos por el momento. Compramos limonadas y dejamos el paquete de tabaco a mano.
Babacar empieza su historia. Tuvo que huir en 2020 de la región de Mopti (en el centro del país) con sus tres mujeres porque la situación de inseguridad era insostenible, sin más dilación. Y culpa de pasada a los integrantes de la etnia Peul de ser quienes más vínculos poseen con las organizaciones yihadistas en la región, les culpa con los puños cerrados y la poderosa mandíbula marcándose a cada palabra que escupe a la vista de todos, oculto tras una multitud de transeúntes. Pero Babacar no ha querido encontrarse conmigo para hablar de los Peul. A esos no les soporta, pero asegura que sus sentimientos no llegan al punto “donde no sea capaz de ver la verdad”.
Y la verdad, o su verdad, si queremos ser meticulosos, es que no fueron los Peul quienes expulsaron a Babacar y a sus mujeres de su aldea. El maliense se lanza entonces a contarme una virulenta historia, oculta al mundo hasta la fecha, una historia de víctimas y agresores difuminados por la bruma del río Níger y amordazados por puñados de arena que se te meten en la boca y dificultan que tu lengua se desenrolle a la hora de hablar.
Dos ataques consecutivos
El drama comenzó cuando un grupo de hombres armados aparecieron cerca del poblado de Babacar (de nombre Doura), en febrero de 2020. Su avión tomó tierra en una de las centenas de pistas de aterrizaje de tierra aplanada y anónima que motean África como pecas, y los recién llegados aseguraron a la población local que venían para trabajar en la seguridad de las minas. “Esto me extrañó”, comenta Babacar, “porque no hay ninguna mina en la zona en la que vivo”. Pero Babacar y los suyos se encogieron de hombros, suponiendo que habrían descubierto una nueva mina de la que no se habían enterado. Regresaron a sus casas. Los hombres armados dijeron venir de Chad, Costa de Marfil, Sudán y Sierra Leona.
Pocos días después ocurrió el primer ataque, en el mismo mes de febrero. Cuarenta individuos subidos a veinte motocicletas, armados con AK-47 y cubiertos con turbantes negros, se aproximaron al poblado de Babacar sembrando furia y fuego con la habilidad de los asesinos. “Y ya entonces reconocí entre los atacantes a varios de los hombres armados que aterrizaron pocos días antes”, asegura Babacar sin la menor sombra de duda. “Fuimos engañados”. No había mina que proteger.
Pese a la contundencia de este primer ataque, Babacar y los suyos fueron capaces de repelerlo y de enviar emisarios que pidieran ayuda a las tropas francesas estacionadas a pocos kilómetros de su pueblo. Babacar jura que los soldados franceses se encontraron presentes en el lugar en todo momento y que observaron sin mover un músculo la masacre que se desarrollaba, impertérritos, blancos, como hechos de hielo. Pero no puede ser verdad, ¿no es así? Que los soldados franceses permitieran el ataque siendo testigos directos es demasiado horrible para ser cierto. Digamos entonces que el trauma le ha tergiversado el recuerdo a Babacar y que ese día mandó emisarios, y que los emisarios regresaron cabizbajos y con las manos vacías, pero también que los franceses no llegaron a quedarse mirando y con los brazos cruzados.
Entonces, ahora sí, Babacar asegura que mandó nuevos mensajeros para pedir ayuda a las tropas malienses que patrullaban la zona, cuya petición respondieron con un escueto: “No tenemos órdenes de movilizarnos”.
Babacar y los suyos estaban solos cuando llegó la segunda oleada de atacantes, y dice que en esta ocasión aparecieron cuarenta motocicletas. Sólo aquellos que han presenciado un combate podrán comprender el caos que experimenta un luchador bisoño, el peculiar olor a neumático quemado y hierro retorcido, los estampidos que convierten nuestros gritos en murmullos, la incómoda sensación de muerte inminente que domina a uno y que juguetea con la voluntad de su vejiga. Pudieron ser 40 motos o 30, quizás fueron 42 motos las que irrumpieron en este poblado desprotegido. Uno de los hermanos de Babacar falleció en este momento a causa de un disparo, un hecho horrendo que el jefe Dogón tuvo que presenciar para siempre. Recuerda que “se comunicaban entre ellos en inglés” y que entre los atacantes también había algunas “mujeres armadas”, aunque siempre decían ser malienses de etnia Peul. Pero Babacar reconocía a los hombres armados y, lo que es más importante, los refugiados Peul con los que convive en Bamako dicen haber vivido una situación similar, sólo que en esta ocasión los atacantes dijeron ser de la etnia Dogón.
Una limpieza étnica improbable
“Fingen hacer una limpieza étnica, haciéndose pasar por Dogón con unos y por Peul con otros”, dice Babacar tras darle un trago largo a su limonada. Después de tomar su pueblo, secuestraron a las mujeres más hermosas durante una semana y les obligaron a “comerles la carne” a los atacantes. Fueron violadas. Vejadas, humilladas. Y cuando las mujeres no podían aguantar más, las llevaron de vuelta con sus padres y con sus maridos para que fueran ellos quienes curaran sus heridas. El poblado sigue hoy, dos años después de lo ocurrido, en manos de los atacantes.
Resumiendo: Babacar acusa a los franceses de introducir mercenarios africanos en Mali para disfrazarlos de yihadistas (de ahí los turbantes negros) y provocar una inestabilidad en el país que permita a París tomar el control efectivo de Mali, ya sea a partir de la explotación de minas o del desarrollo de operaciones antiterroristas que mantengan una fuerte presencia militar francesa en la nación africana. Esta dramática teoría de la conspiración es idéntica a la que sostiene el actual gobierno maliense, con un pequeño inciso: Babacar no soporta al actual Gobierno maliense porque le acusa de abandonar a los refugiados a su suerte, y el día que nos conocimos, antes de esta conversación, dedicó horas a despotricar contra Assimi Goita y su gestión. Resulta cuanto menos extraño que coincida en este aspecto con el Gobierno que no soporta.
Cuando le digo que, de ser cierto, el plan les ha salido rana a los franceses, porque los militares galos abandonaron Mali en agosto, Babacar estalla en una sonora carcajada y me mira con cierto paternalismo a la que contesta: “¿Y de verdad piensas que los franceses se han ido, si sus socios siguen aquí? ¿No podríamos decir que los franceses siguen en Mali a través de los mercenarios que ellos mismos traen?”
Los 46 soldados marfileños
La mentira y la verdad se funden en Mali y cobran la apariencia del oro rosa, que no es oro puro pero no deja de ser oro, de alguna manera. Un coronel del Ejército maliense que ha preferido mantenerse en el anonimato me aseguró días después de mi encuentro con Babacar que los 46 soldados marfileños retenidos por el Gobierno de Mali son en realidad mercenarios togoleses, liberianos, gambianos y marfileños, liderados por cuatro congoleños integrantes de la Legión Extranjera. Que él estuvo presente en el momento en que el Presidente de Togo, Faure Gnassingbé, acudió a Bamako con la intención de mediar entre Costa de Marfil y Mali y que, cuando Goita le mostró a los mercenarios togoleses, Gnassingbé montó en cólera y pidió que los mercenarios togoleses fueran enviados de vuelta a su país para castigarlos debidamente. Mentira o verdad, pocos días después despegó un avión de Bamako con destino a Lomé, capital de Togo, en cuyo interior viajaban algunos de los supuestos soldados marfileños acusados por Bamako de ser mercenarios traídos por Francia para desestabilizar el país.
¿Quién miente? ¿El Secretario General de la ONU cuando dijo que estos soldados eran realmente marfileños que llegaron a Mali con la intención de dar cobertura a los cascos azules alemanes, o Babacar cuando menciona a su hermano y narra su drama con un detalle que provoca escalofríos? Si tiene que haber una víctima y un agresor, ¿cómo podemos insertar a Babacar en el lado de los agresores? Y si Babacar es una víctima, ¿quién es el agresor? No podemos afirmar nada con contundencia sin arriesgarnos a caer en el fango de la mentira. Solo podemos dar voz a Babacar, un hombre perdido en el bullicio de Bamako. Y sacar una verdad irrefutable de su testimonio: que su hermano fue asesinado y que alguien deseó su muerte por alguna razón oculta tras las puertas cerradas y los permisos denegados, que puede que aporten las pruebas necesarias para llegar a una verdad pero sin llegar a mostrarlas del todo.
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