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Tribuna

Análisis de la Cumbre de Alaska: Realpolitik, símbolos y legitimidad

En el encuentro entre el líder ruso y el estadounidense, Moscú recibió un espacio de legitimidad global sin ofrecer concesiones tangibles a cambio. Trump quiso mostrar su capacidad negociadora con adversarios directos

Ucrania.- AMP.- Los líderes europeos ofrecen apoyo para una reunión a tres bandas entre Trump, Putin y Zelenski EUROPAPRESS

La cumbre bilateral entre el presidente estadounidense Donald Trump y su homólogo ruso Vladimir Putin, celebrada el 15 de agosto de 2025 en la base conjunta Elmendorf-Richardson de Anchorage, Alaska, representa un punto de inflexión en la reciente historia de relaciones entre Rusia y los EE UU. Sin embargo, la cumbre sirve como un recordatorio de las limitaciones inherentes a las negociaciones bilaterales en un conflicto con implicaciones multilaterales profundas.

La invasión rusa de Ucrania constituye una violación flagrante del derecho internacional, un acto de agresión cuya brutalidad socava la estabilidad regional con una impunidad que Occidente a menudo ha tolerado con una peligrosa indulgencia. Las invasiones de Georgia en 2008 y Crimea en 2014 tuvieron una respuesta tibia.

El encuentro de Alaska generó un debate inmediato y polarizado. Para muchos críticos, como lo diagnosticó la revista The Economist en su mordaz análisis del 16 de agosto, fue, ante todo, un «regalo» para el Kremlin. La publicación británica lo describió sin rodeos: Desde el momento que Putin descendió de su avión fue una victoria. Desde esta óptica, Putin dejó de ser un paria internacional a ser elevado a «huésped de honor» en suelo estadounidense. Trump calificó la cumbre de «extremadamente productiva» mientras que Putin, más cauto, habló de un «entendimiento preliminar». Moscú recibió una plataforma de legitimidad global sin ofrecer concesiones tangibles a cambio. No obstante, para la administración estadounidense, el objetivo era distinto: iniciar un proceso, por espinoso que fuera, para detener el derramamiento de sangre y reafirmar el liderazgo de EE UU, capaz de dialogar con adversarios.

Qué se discutió y escenificación

La agenda de la cumbre se centró casi exclusivamente en la guerra de Ucrania. Según reportes de la BBC y otros medios internacionales, los líderes dedicaron horas a discutir las «causas fundamentales» del conflicto, un término que, desde la perspectiva de Moscú, sirve como eufemismo para justificar sus reclamos territoriales y su visión de la arquitectura de seguridad europea. Fiel a su estilo de negociación directo y transaccional, Donald Trump enfatizó la necesidad de un alto el fuego inmediato. En una declaración que capturó la esencia de su enfoque, advirtió de que evaluaría la «seriedad» de Putin en «dos, tres o cinco minutos» (citado en el WSJ).

La coreografía del encuentro fue deliberadamente impresionante, un reflejo de la doctrina de «Paz a través de la Fuerza». Un bombardero estratégico B-2 Spirit sobrevoló la base, escoltado por cuatro cazas furtivos F-35. El mensaje era claro: Estados Unidos negocia desde una posición de poderío militar incuestionable. El espectáculo buscaba, también, enmascarar la falta de avances sustantivos, pero también proyectar una imagen de firmeza al mundo.

El formato de la reunión evolucionó. Comenzó como un tête-à-tête entre los dos presidentes, para luego ampliarse e incluir a sus equipos de alto nivel. Por el lado estadounidense, participaron el secretario de Estado Marco Rubio y el enviado especial presidencial para todo, Steve Witkoff, que estaba sentado a la vera de Trump por delante del secretario de Estado. Por el lado ruso, estuvieron presentes el veterano ministro de Exteriores, Serguéi Lavrov, y el influyente asesor de política exterior, Yuri Ushakov. La presencia de estos equipos fue un alivio para los aliados y para muchos en Washington, quienes temían que un acuerdo improvisado pudiera surgir de una conversación a solas.

Todo esto ocurría en un contexto operativo sombrío: Rusia mantenía el control de aproximadamente el 19-20% del territorio ucraniano reconocido internacionalmente. Mientras los líderes dialogaban en Alaska, los ataques de artillería y drones continuaban en el frente, un cruel recordatorio de que las palabras en salones diplomáticos no siempre detienen los misiles en el campo de batalla.

Victoria simbólica para el Kremlin

En términos concretos, los acuerdos alcanzados fueron indefinidos y de carácter procedimental. Ambos líderes coincidieron públicamente en la necesidad de «continuar el diálogo». Putin extendió una invitación formal a Trump para una futura cumbre en Moscú, y Trump, por su parte, se comprometió a informar detalladamente a sus aliados de la OTAN y al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski. «Hubo muchos puntos en los que estuvimos de acuerdo», declaró Trump a la prensa, buscando proyectar una imagen positiva de la cumbre.

Analíticamente, la falta de resultados concretos es el núcleo del dilema. Para los críticos, se trata del «regalo» de Trump a Putin: le ofreció hospitalidad, visibilidad global y el estatus de un igual en el escenario mundial. Para el líder ruso, la cumbre fue un éxito rotundo al romper el aislamiento diplomático que Occidente había intentado imponer. Para Trump, el encuentro reforzó su imagen de exitoso negociador, un líder dispuesto a romper con la ortodoxia para enfrentarse a los problemas más complejos. No obstante, la historia de la diplomacia está llena de lecciones sobre cómo gestos de buena voluntad sin compromisos verificables pueden ser interpretados como debilidad, legitimando la agresión.

Las líneas rojas Inquebrantables

Aquí radica el núcleo del punto muerto fundamental: no se acordó un alto el fuego, el objetivo más básico y urgente. El propio Trump lo admitió con su característica franqueza: «No lo logramos… No hay acuerdo hasta que haya un acuerdo». Las divergencias entre las posiciones de ambos bandos siguen siendo abismales y, hoy por hoy, irreconciliables.

Rusia exige un paquete de condiciones que equivaldría a una capitulación ucraniana: la consolidación de su control territorial sobre las áreas ocupadas, la neutralidad constitucionalizada de Ucrania impuesta por Rusia, que además exigirá el veto de su ingreso en la OTAN, y su desmilitarización. Este es un obstáculo de primer orden, pues la aplastante mayoría de las fuerzas políticas ucranianas y la casi totalidad de su opinión pública no lo aceptarían jamás. Putin condicionó cualquier avance a abordar las «causas primarias» del conflicto. En la narrativa del Kremlin, estas causas incluyen la soberanía misma de Ucrania y su derecho a existir como una nación independiente y orientada hacia Europa. Esto podría ser una trampa retórico-estratégica diseñada para hacer imposible la paz bajo premisas aceptables para los ucranianos.

Por su parte, la administración Trump, aunque dispuesta a explorar vías no convencionales, demandó gestos de «buena fe» y mantuvo la amenaza de sanciones económicas adicionales. Pero la realidad es que Ucrania, como es lógico, rechaza categóricamente ceder soberanía o territorio. Europa, a su vez, comparte esta visión. Cualquier concesión sobre principios fundamentales solo sirve para envalentonar a los agresores en todo el mundo.

El alivio paradójico en Europa

Paradójicamente, la ausencia de un mal acuerdo fue recibida con un suspiro de alivio en muchas capitales europeas. Se temía que Trump, en su afán por asegurar un acuerdo personalista y un indudable éxito mediático mundial, hiciera concesiones unilaterales sobre el futuro de Ucrania. El hecho de que la cumbre terminara sin un pacto concreto fue, para muchos en Bruselas y Kiev, el menor de los males. El principio de «nada sobre Ucrania sin Ucrania» fue reiterado con fuerza por la diplomacia europea, que observaba con profundo recelo la cordial recepción a un líder sobre el que pesa una orden de detención de la Corte Penal Internacional (CPI).

Esta dinámica, sin embargo, no está exenta de consecuencias. La percepción de que Washington podría actuar unilateralmente erosiona la unidad transatlántica y acelera la búsqueda de Europa por una «autonomía estratégica». El agudo contraste entre los honores dispensados a Putin en Anchorage y la humillación pública que sufrió el presidente Zelenski en la Casa Blanca meses atrás, no pasó inadvertido.

El dossier nuclear, el gran ausente

En vísperas de la cumbre, Putin había insinuado que el control de armas nucleares podría ser un tema de discusión, una cuestión de vital importancia ante la expiración del tratado New START en febrero de 2026. Este tratado es el último pilar que limita los arsenales nucleares estratégicos de ambas potencias. Sin embargo, no hubo constancia de que se produjeran discusiones serias al respecto en Anchorage. Esto representa una táctica clásica de Moscú: usar el señuelo de la estabilidad nuclear para dulcificar la atmósfera diplomática y obtener concesiones en otros frentes, como Ucrania. En esta ocasión, el foco absoluto en la guerra eclipsó este asunto vital para la seguridad global, dejándolo para futuras negociaciones que podrían no llegar a tiempo para evitar una nueva y peligrosa carrera armamentista.

Conclusión: próxima estación, Moscú

La cumbre de Alaska no alteró las dinámicas militares del conflicto en Ucrania, pero sí reconfiguró el tablero diplomático. Putin se despidió con una invitación directa: «La próxima vez, en Moscú». Esto no fue una simple cortesía diplomática por parte de Putin; es una estrategia para definir la agenda. Una segunda cumbre, con la foto de ambos líderes en el Kremlin, consolidaría la narrativa de paridad que Moscú busca desesperadamente para recuperar su estatus de superpotencia, erosionado por la guerra de Ucrania y el tamaño de su economía (un PIB entre España e Italia).

En última instancia, el encuentro de Anchorage subraya el choque entre dos filosofías diplomáticas: la negociación tradicional, fundamentada en alianzas y principios, y un enfoque transaccional y personalista que pone el acento en el diálogo directo, incluso con los adversarios más recalcitrantes. La lección fundamental es aplicable a todas las amenazas globales. Los actores que desprecian el derecho internacional, deben ser confrontados con una estrategia coherente que combine la firmeza y la disuasión equilibrada y prudente. Anchorage fue un recordatorio de que, en la alta diplomacia, los gestos simbólicos son poderosos. Para unos, otorgan una legitimidad inmerecida; para otros, son el primer paso necesario, aunque arriesgado, en el largo camino hacia la resolución de un terrible y sangriento conflicto. Anchorage no fue una conclusión, sino el prólogo de un nuevo y tenso capítulo en las relaciones internacionales.