Gastronomía

La Cabrera: parrilla bonaerense en la milla del chuletón

Situado en Velázquez, la carne habla con acento argentino. Convierte el asado en ceremonia integral: ambiente y liturgia compartida

El chuletón vasco acaba hermanado con la entraña pampera
El chuletón vasco acaba hermanado con la entraña pamperaLRM

El humo de la carne tiene la virtud de ser memoria y bandera. Desde Guipúzcoa, donde el chuletón es religión civil, hasta las brasas de cualquier merendero mesetario, el fuego ha sido siempre ágora y confesionario. Madrid, tan dada al mestizaje, se ha apropiado con descaro de la parrilla vasca y la ha puesto a bailar al ritmo de la capital. Pero la ciudad no se conforma con el chuletón de manual: ahora acoge, en plena calle Velázquez, un templo que suena a tango y huele a asado porteño. Su nombre: La Cabrera.

Nació en Palermo, Buenos Aires, bajo el magisterio de Gastón Riveira, que convirtió el asado en ceremonia integral: carne, ambiente y liturgia compartida. De allí dio el salto a medio mundo y, en 2023, recaló en Madrid de la mano del Grupo Los Lirios, con José Luis Ansoleaga como padrino. El cartel no podía ser más redondo: en listas como World’s Best Steak Restaurants figura entre las mejores parrillas del planeta, y en la capital quiere demostrar que el ritual argentino puede reproducirse sin perder un gramo de autenticidad.

El local se viste con pared de ladrillo, objetos antiguos y guiños futboleros, como un club social de barrio porteño trasladado al barrio de Salamanca. Aquí la carne habla con acento bonaerense y pedigrí pampeano: Angus y Wagyu seleccionados en Argentina por proveedores de raza, Muge y Exal, que llevan más de tres décadas afinando reses premium. Cortes emblemáticos –entraña, vacío de centro, ojo de bife, bife de chorizo– llegan con trapío. A ellos se suman gigantes para compartir, Tomahawk y T-Bone, y, como contrapunto, chuletones gallegos madurados al seco, porque Madrid nunca renuncia a su mestizaje carnívoro.

El asado argentino no es solo carne. Es compañía, es guarnición que conversa, es mesa larga. Aquí no faltan la empanada de carne, la provoleta chisporroteante, los pimientos del piquillo que se caramelizan suavemente en parrilla, ni las salsas de rigor: chimichurri y criolla. Las patatas fritas naturales completan el cuadro, junto a ensaladas frescas. En el epílogo, dulce de leche en todas sus declinaciones: flan, panqueque o chocotorta, con helado casero como alivio goloso.

La bodega refuerza el viaje transoceánico con unas setenta referencias. El Malbec, claro, es santo y seña, aunque se arropa con vinos españoles y algunas etiquetas chilenas. El servicio de sala juega con la complicidad de los sumilleres, que recomiendan según el corte y el punto de la carne, cuidando temperatura y descorche. Y para los que prefieren copa larga, hay coctelería de autor: el «Tererétonic» con mate y cítricos, el «Piscollins» de pisco y manzanilla, junto a clásicos como mojito o caipiriña.

La Cabrera no es un asador más en Madrid, sino una embajada gastronómica que celebra el asado como rito cultural. Entre humo y sobremesa, se entiende que la parrilla no distingue fronteras: es liturgia universal, capaz de hermanar al chuletón vasco con la entraña pampeana. Porque el fuego, ya lo dijo Cunqueiro, es la más antigua de las cocinas y la más humana de las músicas.