El Madrid de

Laila Ripoll: «No me gusta que los candados cuelguen en las persianas»

La directora acaba de recibir un premio que celebra su trayectoria en los escenarios. Es considerada referente en el teatro del Siglo de Oro

Laila Ripoll, directora artístic del Teatro Fernán Gómez.
Laila Ripoll, directora del Teatro Fernán GómezGonzalo Pérez

«Una vez que te muerde el teatro ya no te suelta», pronuncia la directora Laila Ripoll, quien recibió ayer el premio Fuente de Castalia. El galardón, que confiesa recibir con emoción, es un reconocimiento por su aportación al teatro del Siglo de Oro en los últimos 30 años. Su vocación por la profesión viene de familia: «He pasado muchas horas viendo ensayos de Ibsen, Oscar Wilde y un montón de autores», confiesa.

Con un amplio bagaje en el mundo de la actuación, Laila afirma que la televisión de esa época estaba muy vinculada al teatro: «Se utilizaba mucho el teatro y novela como material para luego hacer series o películas». La directora tuvo la suerte de estudiar en una de las escuelas de mayor prestigio, la RESAD, aunque seguramente solo los madrileños recordarán su antigua ubicación en la Plaza Isabel II, donde el edificio del Teatro Real. Después de cursar en la Compañía Nacional del Teatro Clásico, llegó Micomicon –el reino que se menciona en el Quijote– en el año 1992, su compañía. «Teníamos veintitantos años y otra energía. Nos dedicábamos todo el día al teatro, sin otras responsabilidades. Actualmente, para las compañías madrileñas es un momento muy duro y de las históricas cada vez hay menos. No recibimos mucho apoyo ni cariño», lamenta. Es una realidad que existe una mayor oferta cultural y que los actores nunca lo han tenido fácil, pero no es menos cierto que la profesión de antaño significaba un contrato indefinido y para toda la vida. Aunque este no era el futuro al que Laila aspiraba: «A mí, la idea de un trabajo toda la vida en el mismo sitio me espeluzna».

De Madrid de siempre, sí. En cambio, viajar a Latinoamérica «la ha completado». «Allí aprendí mucho, descubres cosas que se han perdido y otras que se conservan, de ida y vuelta, reconoces y extrañas. Es una sensación rara, reconoces tu casa y te pierdes a la vez. Compartimos lengua y razonamiento, lo que produce un encuentro muy bonito. Nosotros hemos abandonado el cuidado de la lengua, el castellano que se habla en cualquiera de los países de Iberoamérica es infinitamente más rico y esmerado; igual que música y danzas que se han quedado allí». Del mismo modo, «cada vez hay menos atención por esa cosa tan valiosa que es la gira. En los 90 estábamos meses de gira. Ahora es imposible». Recuerda la ciudad como un estallido de alegría y posibilidades: «Después de la Transición vivimos un Madrid precioso, la gente ansiaba estallar. Un Madrid tremendo, salías de la escuela y volvías a casa a las ocho de la mañana, era la ciudad que no dormía», expresa. Le llegan imágenes tocar la puerta de garitos durante la madrugada, donde le ofrecían lentejas y cola cao con galletas, «se vivía mucho en la calle». Su terapia y desconexión atraviesan distintas paradas, «le chifla» la Plaza Mayor, «es la plaza de mi barrio, donde paseaba a mi hijo recién nacido»; los alrededores del Palacio Real; sentarse en la plaza de Oriente; caminar por las Vistillas; y, por supuesto, El Retiro, que «al cruzártelo vuelves nuevo». Ya es difícil encontrar a nacidos en la capital y ella es un ejemplo. Como consecuencia, sufre la gentrificación. Vive en Lavapiés desde el 88, y habiendo conocido todas las caras y evoluciones del barrio, ya no están su frutero o carnicero de toda la vida, llegaron las grandes superficies y le tocó despedirse de vecinos. «Lo que está creciendo no me gusta, no me gusta que cierren las fruterías de la calle del Mesón de Paredes, ni las mercerías… los edificios han pasado a ser pisos turísticos. No me gusta que los candados cuelguen en la mayoría de las persianas ni que mis amigos se vayan del barrio», manifiesta.

El show que no eran los toros

El verso, los corrales de la comedia y los clásicos conquistaron el alma de Ripoll. Y, a diferencia de lo que pueda parecer, ese teatro de otro siglo cuyas reglas son muy concretas es más moderno de lo que pensamos. Cuando hablamos del ser humano, tampoco hemos cambiado tanto, amor, celos, odio, venganza, dolor… «Te das cuenta que está todo inventado. Los problemas de entonces siguen hoy. Con la belleza del verso se puede comunicar infinidad de cosas, así como el espectáculo total en esos corales donde pasaba de todo, era la vida en estado puro. Todo el mundo coincidía, desde el más rico hasta el más pobre compartían espacio durante la representación», explica.