Opinión
Fiel
La palabra «fiel» posee unos seudónimos tan esplendorosos que incluso producen incomodidad: honesto, sincero, exacto, verdadero, fiable, seguro... Etc. Son tantos que no se pueden enumerar aquí. Con dificultad caben en el diccionario. Más allá de su acepción sentimental o sexual, la fidelidad ha estado muy bien vista. «Tenía» una sólida reputación. Por ejemplo, durante los primeros años de la Transición, el ciudadano español se encontró ante la sorprendente tarea ciudadana de votar. Muy pocos, entre los mayores de edad, se habían encontrado en una situación así. Votar era una actividad casi paranormal para los españoles, acostumbrados a la democracia «orgánica» franquista, que no tenía necesidad de urnas. O sea, una experiencia que aún no era explicable científicamente, ni acababa de ser entendida del todo. Quizás por la bisoñez de los votantes, ser fiel en el voto era algo muy considerado. A quien cambiaba de partido de unas elecciones para las siguientes, se le tachaba de «chaquetero». El chaqueterismo se reprochaba también a los propios políticos, incluidos aquellos procedentes del franquismo que protagonizaron el paso hacia la democracia. Eran unos chaqueteros, se decía, por no ser fieles hasta la muerte a la idea del franquismo. La recriminación por su cambio de bandera ideológica llegaba, incluso, a ser más agria que la amonestación que recibían por haber sido franquistas. La fidelidad era tenida como una virtud, en un tiempo en que se hablaba aún de virtud (hoy, al contrario, ni siquiera se habla de moral: suena a rancio). Los fieles son también creyentes. En una idea. En un ideal. Igual que parroquianos que acuden a un templo, se supone que el votante fiel es devoto de una bandera. Por eso, cuando cambiaba de papeleta al acercarse a la urna, antaño era mirado como un traidor. «¡Chaquetero!»; esto es: «¡¡rastrero, interesado, aprovechado, oportunista, codicioso...!!». Se percibía en el cambio de voto un cierto interés por sacar partido, valga la redundancia. Como si votar a este partido político, y no al otro, otorgase alguna ventaja al votante. Cosa que, en efecto, ocurría en ocasiones: con el empleo clientelar suministrado por la administración pública, etc. Pero, incluso cuando el voto propicia un privilegio laboral, ha dejado de ser «seguro». Porque la fidelidad no es lo que era. Ni política, ni amorosa. Ni de nada.
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