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El tiro perfecto, capítulo primero

«¿Sabes, Holger?, el baloncesto es jazz». Eso fue lo que le dijo Ernie Butler, el primer jugador estadounidense en Alemania en la década de los 60 a uno de los más grandes maestros de la técnica del tiro a canasta de todos los tiempos. El afroamericano le explicó que el secreto es jugar de acuerdo con el ritmo, el tiempo, la pausa, mientras los compases se acercan implacables a los 24 segundos de posesión. El baloncesto consiste en cinco instrumentistas nada más, porque esto no es el Orfeón Donostiarra ni se juega sobre el césped como si fuéramos ganado, y por eso hay que saber interpretar muy bien tu parte para que la improvisación no resulte un coro de gallinas ponedoras. El baloncesto es tener ese algo, y saber sonreír a tiempo. E insultar entre dientes, por supuesto. Me van a decir que el fútbol también y de ninguna manera. El fútbol es una ópera llena de fases insustanciales necesarias para que, cuando pase algo, aunque sea un gol con la espinilla, parezca que pasa.

En el baloncesto de hoy hay tantos estilos de juego como de fraseo en la época dorada del jazz. Tantos ritmos y tanta belleza como naturalezas de jugadores. En ese estrecho parqué no sobrevives si no escuchas a quién eres, qué sabes hacer y cuándo es tu momento. Las diferencias las marca el estilo, esto no es una cuestión de fuerza bruta, sino de armonía e improvisación. Y, por desgracia, la temporada ha terminado antes de tiempo para el tipo que mejor sabe interpretar la partitura invisible. Stephen Curry, sin duda el jugador más emocionante de la última década, el gran tirador y el más listo de la clase, se va de vacaciones con unos promedios alucinantes: 32 puntos por partido en la temporada, primero en la liga, y un récord que nadie ha conseguido. Acabar una temporada por encima del 40 por ciento en tiros desde más allá de los siete metros del triple, lanzando al menos cinco veces cada noche. Bueno, alguien lo había conseguido antes. Él mismo. Y todo gracias a una cosa, la técnica de tiro de un esgrimista.

Todo «jazzman» debe dominar la técnica, hacer del instrumento una prolongación de uno mismo y no tener que dedicar ni un pensamiento a cómo hacerlo sonar. Si quieres ser un gran tirador, las preguntas, las dudas, tienen que estar fuera de tu cabeza. Y por supuesto, cualquier otro pensamiento. Solo una mente vacía te lleva a anotar una y otra y otra vez por encima de un tipo que gana veinte veces menos que tú pero que quiere demostrar que no eres para tanto. Eso, y unos pies que se mueven como los dedos por los trastes de un contrabajo. Sin embargo, existió un alemán (tenía que ser alemán) que intentó demostrar que unas gotas de ciencia ayudan. El personaje de Holger Geschwindner es asombroso. Si tienen paciencia, les cuento el jueves.