
Estreno
"Un fantasma en la batalla": El peso de vivir sin nombre propio
El nuevo filme de Agustín Díaz Yanes, que llega hoy a Netflix, revive los años más oscuros del País Vasco con una mirada serena, contenida y profundamente humana

Agustín Díaz Yanes no suele volver al cine para repetir fórmulas. Lo hace para cerrar cuentas. Y en “Un fantasma en la batalla”, su regreso después de ocho años sin ponerse detrás de la cámara, hay mucho de ajuste y algo de deuda moral. Estrenada hoy, 17 de octubre, en Netflix tras su paso por salas, la película es un viaje hacia una época que aún pesa: los años en los que ETA convivía con los titulares de cada día y el miedo era una lengua compartida.
La historia, inspirada en operaciones encubiertas reales, sigue a Amaia, una guardia civil que pasa más de una década infiltrada en la banda terrorista. En apariencia, una profesora cualquiera en una ikastola del País Vasco; en realidad, una mujer que dejó de ser ella misma el día que aceptó la misión. Susana Abaitua da vida a esa mujer de identidad suspendida con una naturalidad que asusta, con esa quietud que parece una forma de respiración contenida. No hay grandes gestos ni discursos; todo sucede en los márgenes, en los silencios, en una mirada que entiende más de culpa que de heroísmo.
Díaz Yanes filma sin alardes, con una sobriedad que parece a veces la de un cirujano y otras la de un poeta cansado. Su cámara, envuelta en la luz gris y húmeda del norte, observa más que explica, y logra que cada plano huela a asfalto mojado y a lluvia vieja. Paco Femenía, responsable de la fotografía, convierte cada encuadre en un testimonio emocional, donde el paisaje pesa tanto como los personajes. Es un cine de rostros y respiraciones, de calles que podrían contarlo todo si alguien supiera escucharlas.
No hay heroicidad impostada ni sentimentalismo. “Un fantasma en la batalla” se mueve en ese terreno incómodo entre la memoria y el presente, donde nadie sale ileso. Amaia no es una heroína ni una víctima: es una mujer atrapada en una vida prestada, que se comunica con sus superiores a través de canciones italianas, un detalle que parece salido de otra época pero que aquí se vuelve código secreto y refugio sentimental. Entre Nicola Di Bari y Mina se esconden mensajes y, también, los últimos restos de humanidad de quien vive fingiendo.
El reparto acompaña sin estridencias. Andrés Gertrúdix, como el superior que coordina la operación, mantiene ese tono de frialdad que en realidad encubre compasión. Iraia Elías y Ariadna Gil, en los papeles de las mujeres dentro de ETA, no interpretan caricaturas ideológicas, sino seres moldeados por la convicción y la rutina. Raúl Arévalo aporta la dosis justa de desconfianza, y el veterano Jaime Chávarri, recuperado para la interpretación, deja un eco melancólico que atraviesa la pantalla.
La película se toma su tiempo, quizá demasiado para quien busque adrenalina, pero ese tempo lento es el que permite entender la corrosión interna de sus personajes. Cada día que Amaia sobrevive entre sus enemigos, una parte de sí se disuelve. No hay tiroteos espectaculares ni persecuciones; lo que hay es una tensión muda, la de quien teme que la descubran y, al mismo tiempo, la de quien teme no reconocerse más si no la descubren nunca.
Entre ficción y memoria, Díaz Yanes intercala imágenes de archivo: fragmentos de noticiarios, atentados reales, funerales y protestas. No son meros recordatorios, sino interrupciones deliberadas del relato que devuelven al espectador a la realidad, como si el propio director quisiera impedirnos acomodarnos demasiado en la ficción. Y funciona: cada inserto es una bofetada de historia.
El guion, sin embargo, guarda un equilibrio peculiar. Lo que en otras manos habría derivado en drama político o en espectáculo moralizante, aquí se transforma en una reflexión sobre la pérdida de identidad. Díaz Yanes parece más interesado en lo que la mentira prolongada hace al alma que en los códigos de la intriga. Esa elección lo separa de la épica del espía tradicional y lo acerca a la tragedia íntima, esa que sólo se percibe cuando el silencio dura demasiado.
“Un fantasma en la batalla” no busca redimir ni justificar, tampoco enseñar lecciones. Su fuerza reside en la serenidad con la que retrata el miedo y el deber. Es un filme que observa sin juzgar, que se permite el lujo de ser sobrio en una época que exige ruido. A su modo, es también un homenaje a quienes trabajaron en silencio y pagaron un precio alto por ello, a los que fueron sombras para que otros pudieran vivir sin mirar atrás.
A veces, el cine español parece empeñado en narrar el pasado como si fuera una penitencia. Aquí no: Díaz Yanes lo convierte en un acto de madurez. “Un fantasma en la batalla” no necesita herir para doler, ni manipular para conmover. Es, sencillamente, una película que nos recuerda que incluso los fantasmas, a veces, merecen descansar.
La memoria entre imágenes de archivo y duelo
Uno de los gestos más audaces de “Un fantasma en la batalla” está en su uso del material documental. Las imágenes reales de atentados, funerales y noticiarios no son decorado ni contexto; son heridas que interrumpen la ficción y la devuelven a su origen.Díaz Yanes las integra sin morbo, como quien abre una ventana para dejar entrar el aire frío del recuerdo. Ese montaje, obra de Bernat Vilaplana, convierte la película en una crónica visual de un país que todavía se explica mejor por lo que dolió que por lo que superó. En cada fotograma late la advertencia de que olvidar es otra forma de repetir.
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