Segunda temporada

«Respira»: Retrato de un hospital en modo supervivencia

Netflix recupera el pulso del Joaquín Sorolla y muestra un juego de poder, fragilidad y resistencia entre batas blancas

«Respira»: Retrato de un hospital en modo supervivencia
«Respira»: Retrato de un hospital en modo supervivenciaNetflix

Desde ayer, viernes 31 de octubre, “Respira” volvió a llenar de tensión los pasillos del hospital Joaquín Sorolla en Netflix. Lo hace con una segunda temporada que confirma lo que ya insinuaba la primera: Carlos Montero no solo ha creado un drama hospitalario, sino un organismo vivo donde cada personaje late, se contradice y se defiende como puede ante un sistema que les exige tanto como les roba. La nueva entrega arranca sin anestesia y coloca a todos sus protagonistas en una inestabilidad emocional permanente, el mejor terreno para que aflore lo humano, lo imperfecto y lo inevitable.

“Respira” encuentra su verdadero pulso en ese caos organizado. Ya no se trata solo de operar o sobrevivir al turno, sino de sostener la ética cuando el hospital pasa a manos privadas y las convicciones empiezan a tener precio. Montero no esconde la herida, la muestra con una mezcla de ironía y compasión que convierte cada episodio en un diagnóstico colectivo. Nadie sale indemne, ni siquiera los que creen tener control del bisturí.

La serie se mueve entre lo público y lo íntimo, entre la responsabilidad profesional y el instinto de conservar algo de dignidad en medio de la tormenta. Patricia (Najwa Nimri) vuelve a ser el eje de ese huracán: enferma, poderosa, obstinada, intentando gobernar su cuerpo y su entorno como si ambos fueran una misma institución en crisis. Frente a ella, Blanca Suárez construye una Jésica más humana, menos invencible; y Aitana Sánchez-Gijón continúa siendo esa brújula moral que aún se permite temblar. Manu Ríos aporta el vértigo de quien busca su sitio en un sistema que cambia demasiado deprisa, mientras nuevas incorporaciones, como la de Rachel Lascar, añaden matices de tensión elegante a un hospital que parece tener vida propia.

El Joaquín Sorolla, con sus luces frías y su calma impostada, vuelve a ser un personaje más. No hay plano casual ni pasillo inocente: todo respira, se contrae, se expande. Montero aprovecha el espacio como un espejo de las relaciones humanas —los ascensores son trincheras, las salas de espera son confesionales y los quirófanos, campos de batalla donde la verdad siempre llega tarde. La cámara, discreta pero incisiva, se desliza entre los personajes como un testigo silencioso que entiende más de lo que dice.

La trama, sin abandonar su tono popular, ha ganado en equilibrio. Hay menos gritos y más matices; menos culebrón y más temperatura emocional. La serie sabe reírse de sí misma cuando toca y no tiene miedo de bajar el ritmo para escuchar un silencio o detenerse en una mirada. Su fortaleza está en la mezcla entre el dramatismo puro y la observación cotidiana: esa forma de mostrar lo extraordinario que habita en lo rutinario.

La privatización del Sorolla no es solo el hilo conductor de la temporada, sino el gran catalizador de todos los conflictos. Lo político se vuelve personal y lo personal, inevitablemente, político. Montero lo cuenta sin panfletos, con un humor que a veces roza el cinismo y una ternura que desconcierta. El resultado es un retrato de un país que se debate entre cuidar y facturar, entre curar y obedecer. Y en ese equilibrio precario, “Respira” demuestra que su universo es mucho más que un decorado: es un laboratorio de humanidad.

A la vez, hay un cambio de tono perceptible: una serenidad que no resta intensidad, sino que la concentra. “Respira” ya no necesita demostrar que puede impactar, sino que puede emocionar desde la sobriedad. Esa madurez narrativa convierte cada episodio en un ejercicio de equilibrio entre la presión del relato y la pausa del pensamiento. Montero ha conseguido mirar a sus personajes sin salvarlos, pero tampoco juzgarlos, como si fueran espejos de un país que, pese a todo, sigue intentando sobrevivir.

Esta segunda temporada respira madurez sin perder ritmo. Los personajes dudan más, se equivocan mejor y cargan con un cansancio que se siente real. Montero se mueve cómodo entre la emoción y la crítica, entre lo que se dice y lo que se calla, y construye un mosaico coral donde el poder, la fe y la fragilidad comparten quirófano.

Pablo Alborán opera con naturalidad

El debut de Pablo Alborán en “Respira” es uno de esos movimientos que desarman cualquier prejuicio. Su Jon, cirujano tan sereno como imprevisible, encaja con una naturalidad que sorprende. No busca robar plano ni melodrama: se mueve con soltura, deja respirar al resto y, cuando interviene, aporta esa mezcla de carisma y calma que solo tienen los que no aparentan estar actuando. Un acierto que añade oxígeno al reparto y confirma que su talento no entiende de fronteras.