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Así sería entrar a escondidas en la zona de exclusión de Chernóbil
Pese a las patrullas militares que centran los 30 kilómetros en torno a la central abandonada, todavía quedan grupos de personas, amantes del riesgo, que entran ilegalmente en la zona de exclusión.
Una zona abierta al turismo del morbo
El 26 de abril de 1986 ocurrió un desastre, otro más, a manos de los científicos soviéticos en Ucrania. El mundo lo conoció como el accidente de Chernóbil y desde entonces se ha cobrado 6.000 vidas, entre víctimas inmediatas al suceso y las enfermedades derivadas del mismo. El gobierno ruso se hizo cargo y evacuó las ciudades de Prípiat y Chernóbil durante los días siguientes, abandonando la zona por completo. Se estima que la radiactividad no se eliminará completamente hasta dentro de 24.000 años.
Nada ha cambiado desde el accidente. Los columpios donde jugaban los niños continúan allí, oxidados bajo el abrazo de las enredaderas. Los supermercados están abiertos, todavía guardan algunos productos en sus estantes carcomidos por la humedad. Incluso el mobiliario de los hogares se mantiene recto, resquebrajado. Paseando las calles de Chernóbil y Prípiat, solo la vegetación devorando el gris de los edificios puede hacernos creer que la primera ha pasado de tener 14.000 habitantes a no alcanzar los 500, mientras que la segunda ha sido completamente abandonada a la suerte de los elementos. Son ciudades fantasma en las que todo sigue igual que aquellos días de 1986, a excepción de sus habitantes, que abandonaron sus vidas lo que dura una tarde en primavera para no regresar nunca más. La naturaleza ha tomado el relevo al ser humano y ahora son jabalíes, bisontes, corzos y lobos quienes transitan pausadamente las calles de cada ciudad, dando pie a lo que se considera una reserva natural involuntaria. A largo plazo, según un estudio de la universidad británica de Portsmouth, la radiación ha dañado la vida natural de la zona en menor medida que la presencia humana. Una paradoja que da pie a pensar.
Con el tiempo se crearon cuatro áreas de exclusión, siendo la cuarta un perímetro de 30 km alrededor de la central y a la cual está terminantemente prohibido acceder. Pero por sorprendente que parezca, es posible visitar las tres zonas menos afectadas a través de visitas guiadas. Aquí la radiación no se siente, ni se huele, pero está allí como un fantasma contemporáneo merodeando tierras encantadas. Amantes del turismo del morbo pasean por sus alrededores cada cierto tiempo, hasta el punto que la zona recibe miles de visitantes al año, en constante aumento tras el lanzamiento de la exitosa serie de Chernobyl. Es importante recalcar que estas visitas no suponen un peligro exagerado. Si uno se acerca más de lo debido, siempre lo hace calzado con equipos de protección, dosímetro en mano y nunca demasiado tiempo. Pero los numerosos controles militares impiden que el turista cotidiano sobrepase los puntos de peligro. Aquí se encuentra un turismo de riesgo, como lanzarse en paracaídas o practicar puenting, aunque el riesgo consiste precisamente en recibir unas décimas de radiación que recorrerán nuestro cuerpo sin un peligro significativo. Se quema adrenalina, se hacen fotos, se regresa a la seguridad del hogar.
Los stalkers, visitantes ilegales en la zona de exclusión
Pero hay personas que no consiguen suficiente excitación con estas visitas guiadas. Los hay que quieren profundizar en la jungla que se ha ido formando durante los últimos años a raíz del abandono. Buscan más radiación, más adrenalina. Son quienes abren el paracaídas en el último momento antes de tocar el suelo. Evidentemente, lo hacen de manera ilegal. Se acercan a los puntos de control en coche, aparcan y acceden a la última zona de exclusión paseando por el bosque, igual a un domingo familiar en Navacerrada. Con todo el equipo, las tiendas de campaña, provisiones, quizás una o dos botellas de vodka. Si por alguna razón son descubiertos, pagan la multa correspondiente y repiten la visita unas semanas después.
Son conocidos como los stalkers, y buscan la emoción accediendo a Prípiat para pasar una o dos noches alejados de la sociedad. Aquí encuentran, palpan con sus manos excitadas, una clara muestra del derrumbe social de la Unión Soviética, como si fuera un inmenso museo dedicado al desastre. Entran y salen de las casas abandonadas, pasean por las aceras escuchando el eco sordo de sus pasos. Celebran pequeñas fiestas y sacan fotografías donde la cámara del turista tradicional no osa llegar. Incluso los hay que roban objetos de valor, piezas de hierro o incluso madera, para venderlos posteriormente en el mercado. ¿Es peligroso? Aquí existen diversas teorías. Los stalkers afirman que sin dosímetro, no hay radiación - ojos que no ven, corazón que no siente - y que, de todos modos, pasan un tiempo demasiado reducido en la zona de exclusión para que los niveles de radiación lleguen a niveles preocupantes. Van y vienen, inyectándose pequeñas dosis de su placer particular. Por otro lado, es indudable que cualquier dosis de radiación resulta negativa, se aferra al cuerpo y nunca lo vuelve a soltar. Por cada visita que hacen los stalkers a la zona prohibida, los niveles de radiación en su cuerpo suben unas milésimas.
No es lo mismo pasear por la Selva Negra que por los bosques de Chernóbil, ellos lo saben, pero precisamente es aquí donde encuentran el placer en sus expediciones. Incluso existen guías clandestinos para hacerlas. A ellos acuden hombres de negocios en busca de un escape que les libere del estrés diario, periodistas ansiosos por elocuentes fotografías, simples adolescentes aburridos en sus casas, incluso juerguistas que requieren de nuevas localizaciones para montar sus fiestas. No existe un perfil concreto de visitantes al área de exclusión en Chernóbil, como no sean personas en busca de una bocanada de aire que les limpie el sabor de la rutina. Aunque esa bocanada vaya a ensuciar sus pulmones de una forma más peligrosa que cualquier rutina en la oficina.
No son pocos quienes visitan ilegalmente la zona de exclusión. Según la agencia Efe, alrededor de 6.000 personas realizan esta peligrosa práctica todos los años. Y algunos de ellos, decenas de veces a lo largo de su vida. Una puesta de sol sobre la azotea de una ciudad abandonada parece ser un beneficio coherente al precio que supone semejante riesgo. Dentro de veinte años saldrán de dudas sobre si realmente mereció la pena o no.
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