Historia antigua
Palmira, la ciudad condenada a ser destruida
Parecería que la ciudad siempre estuvo destinada a su destrucción.
El triunfo es un bien engañoso. Nos hace creer que ya pisamos la cima del mundo, libres y victoriosos, y sin embargo, no nos enseña que este estatus trae consigo terribles obligaciones. Tan altos los triunfadores, en la cima del mundo, no les queda otro remedio que ser vistos desde su posición privilegiada. Se convierten en guías para alcanzar esa cima, en símbolos y en refugios para los exploradores perdidos. El triunfo es una carga muy pesada. Pocos se atreven a digerirlo por completo.
Me gusta pensar, cuando visito una gran ciudad, que la urbe se trata de una criatura viva, siendo las calles su arterias y venas, los centros de comercio su corazón palpitante, los estadios deportivos sus pulmones y las universidades su cerebro. Una criatura viva que se rige por las mismas leyes que el resto de los hombres. Las ciudades tienen sus defectos y virtudes, admiradores y enemigos, ellas tampoco se salvan de todo esto. Pero las ciudades que subrayaron la Historia son aquellos hombres, con su colosal cuerpo de piedra y hierro, que han alcanzado la cima y pasan a convertirse en refugio de hombres más pequeños, traducidos en ciudades insignificantes que miran desde abajo en busca de una luz que guía. ¿Podría ser? Digamos que sí.
Punto de paso en la Ruta de la Seda
Palmira fue una ciudad en lo alto de la colina. A ella se dirigían ciudades menos poderosas para buscar su ayuda. Haciendo un breve repaso a su Historia, ya podemos encontrarla en la actual Siria, en su centro mismo, en torno al segundo milenio antes de Cristo. Una pausa para aplaudir sus años. Cuatro mil, nada menos. Algunas leyendas aseguran que fue construida por el rey Salomón pero esto no sería cierto, ya que el sabio monarca hebreo gobernó Israel en torno al siglo X a. C. Fue abandonada en el año 273 d. C y redescubierta por comerciantes ingleses durante los primeros pasos de la Ilustración. Y qué ocurrió, pensará el lector intrigado, ¿qué llevó a que la abandonaran?
Palmira nunca supo aguantar la pesada responsabilidad que conlleva pisar la cima. Sus pies fueron frágiles. Fue a partir del siglo III a. C cuando el Imperio seléucida decidió protegerla con mimo debido a su importancia estratégica para el paso de caravanas, y fue aquí cuando comenzó a aproximarse a esa cima. Al tratarse de una ciudad situada en un oasis, zambullida en pleno desierto, su importancia para la supervivencia de quienes cargaban importantes mercancías de Oriente a Occidente era más que evidente. Consiguió desbancar casi sin esfuerzo a la ciudad de Petra y rozó la cima con la punta de sus dedos.
Posó la mano en esa cima durante los primeros pataleos del Imperio romano, en el siglo I a. C, cuando su uso como escudo de los romanos frente a las amenazas de Oriente le otorgaron el estatus de ciudad clave. Los romanos la necesitaban para el comercio y sus defensas, para la paz y para la guerra, y conscientes de ello la agasajaban. En el año 129 fue declarada ciudad libre y colonia romana en el 213, incluso se la eximió de pagar ningún impuesto a Roma. Ya casi estaban sus pies en la cima. Subir a la cima es costoso, y si en el caso de los hombres se trata de una tarea que dura años, las ciudades tardan siglos en alcanzarla.
Palmira pisó la cima en el año 260, cuando el gobernador de la ciudad exterminó a las fuerzas persas que pretendían introducirse en el Imperio. Cumplió fiel su papel como escudo del Imperio, a manos de ese sagaz gobernador de nombre Septimio Ordenato. La ciudad ya era extremadamente rica gracias al flujo del comercio que la atravesaba y la exención de impuestos, pero este fue el paso definitivo: Roma entregó a Ordenato el control de las provincias de Oriente y Palmira pasó de ser una república de mercaderes a un reino.
Zenobia, emperatriz
Ordenato y su primogénito murieron envenenados por su sobrino. Las mujeres del reino se rasgaron los velos y los hombres lloraron lágrimas de sal. Vino a recoger el relevo una de las figuras más excitantes de la antigüedad, una mujer, por supuesto. Zenobia, viuda de Ordenato. Zenobia ya estaba en la cima, solo que a ella no le habían explicado las responsabilidades que conlleva y pensó, ¿por qué no subir un poco más? Ilusa, Zenobia, no le habían explicado que esa era la mayor cima que podía alcanzar, la que ya pisaba. En tiempos de Roma no era posible subir más. Más arriba estaba el cielo, y el cielo lo dominaban los romanos, celosos de permitir a nadie más pisar sus nubes.
La reina decidió crear su propio imperio, cegada por los delirios de la grandeza. Conquistó Egipto y Anatolia a los romanos en un parpadeo, decapitando a todos los representantes del imperio que se cruzaron en su camino. A primera vista, parecía imparable. Pero su sueño apenas duró cuatro años, hasta que Roma apareció con la máscara del emperador Aureliano bien colocada, y Zenobia acabó siendo exhibida como trofeo de guerra en las calles de Roma y envuelta en cadenas de oro. Cadenas de oro, no hierro, ni acero. Oro. Las únicas dignas para la reina de un reino que pisó la cima. Terminó sus días envejeciendo en la ciudad que juró derrotar.
Palmira seguía en la cima, tambaleante. Su orgullo malherido buscó la manera de resarcirse y entronizaron a un nuevo rey, lideraron una nueva revuelta contra el Imperio. En esta ocasión, el sueño no llegó a durar un año. Aureliano regresó a la ciudad y la arrasó completamente. Fue la primera destrucción de Palmira.
Palmira en la actualidad
Nunca volvió a pisar la cima, pero el recuerdo de sus años en lo más alto se grabó en el espíritu de las civilizaciones siguientes y mantuvo intacta su calidad de símbolo, de luz que guía. Ocurre también con los hombres. Aunque caigan estrepitosamente de la cima, siempre quedan algunos que los señalan y los admiran, por el simple hecho de que, al menos, consiguieron llegar a la cima en algún momento. Quien tiene Palmira en las tierras de Siria, tiene el poder; quien no posee Palmira en las tierras de Siria, no tiene el poder. Sí, es un símbolo de poder, agridulce porque un día conoció lo que era ser poder. Bajo su calidad de símbolo, saltó de un imperio a otro durante siglos, primero el bizantino, luego el musulmán, el otomano...
Las civilizaciones que hoy en día pueblan las tierras de Siria siguen ansiando poseer ese símbolo. Y el símbolo, como una sombra de la carga que supone pisar la cima, conlleva duros precios a pagar. Son las destrucciones de Palmira. En los últimos años, la Guerra Civil de Siria ha volteado de mano en mano el control de la ciudad: en mayo del 2015 estuvo bajo el control del ISIS; en marzo del 2016 lo reconquistó el ejército sirio; de vuelta al ISIS en diciembre del mismo año; recuperada por el ejército sirio en marzo de 2017. Cada una de esas conquistas y reconquistas han llevado a la destrucción de esta ciudad que una vez tuvo cuatro mil años. Cada bomba, cada ambición por hacerse con ella. Es la maldición de Palmira. Condenada a seguir siempre en esa cima imaginaria, hasta que sea definitivamente destruida.
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