Opinión

Lugares de vacaciones

Vista aérea de la playa de Calahonda, en el municipio granadino de Motril.
Vista aérea de la playa de Calahonda, en el municipio granadino de Motril.Pedro FeixasAgencia EFE

Hablo de un pueblo costero, pero bien podría ser de cualquier otro sitio, porque la uniformidad, reina y señora de nuestro tiempo, no distingue de territorios.

Y lo hago primero de algunas de las cosas que han estado siempre ahí, esa pequeña bahía en cuyo regazo se construyeron las casas, los islotes y promontorios que la circundan, los acantilados y farallones que contienen el oleaje, los pinos y la vegetación que decoran el litoral. Llevan siglos y siglos sufriendo las embestidas de las tormentas y la erosión, vientos y tempestades los han azotado sin tregua ni piedad, y ahí siguen, imperturbables al paso del tiempo, resistiendo con serenidad todos los embates. Los de la naturaleza y, en las últimas décadas, también los de aquellos que más interés debían poner en su conservación, porque les va la vida.

Y de estos es de los que voy a hablar ahora. De los que han sembrado las laderas aledañas de ostentosas urbanizaciones, de los que han levantado ciclópeos edificios a escasa distancia de la línea costera, de los que se han empeñado en robarle al mar parte de su territorio sin prever las consecuencias, de los que han convertido la bahía en un sumidero de residuos y plásticos, de los que abarrotan la playa y utilizan el agua y la arena como papelera, de los que ni se les pasa por la cabeza recoger los desperdicios y envoltorios que desechan, de los que no ven ningún inconveniente en espachurrar un envase de cerveza y dejarlo en cualquier sitio como reliquia, de los que, sin miramiento alguno y como si fuera lo más natural, han llenado y siguen llenando cada día el mar y la playa de basura.

Por no hablar de los paisajes que quedan después de las barbaries consentidas, la de la verbena de san Juan sin ir más lejos, o la de los botellones, que suma y sigue.