Opinión
Veraneantes
Pasar las vacaciones de verano en un lugar distinto de aquel en que habitualmente se reside fue, al menos en España y hasta hace más o menos un siglo, privilegio exclusivo de los más acomodados, que allá por los años veinte de la pasada centuria se desplazaban, casi siempre en ferrocarril y cargados de bultos y maletas, de los que se ocupaba el servicio, a las playas del norte, San Sebastián y Santander sobre todo, en cuanto apretaban los calores y se estaban allí sus dos buenos meses tomando el aire (pero no al sol, que lo moreno fue siempre plebeyo) sin descomponer la figura ni rebajar el porte.
Eran los bañistas, porque en España el turismo vino después, por los años sesenta, en la época del desarrollismo, cuando la mejora de las nóminas y la extensión de las vacaciones pagadas (que en nuestro país se introdujeron por primera vez con carácter general, pero con un alcance muy limitado, siete días anuales, en tiempos de la Segunda República) permitió también a las clases trabajadoras disponer de recursos y tiempo libre para tomarse unos días de descanso, y de esta época son el popular seiscientos y el rodríguez, el hombre casado que se quedaba trabajando mientras su familia estaba de veraneo, en el pueblo o en alguno de los apartamentos que se empezaban a construir entonces en la costa.
Los que no veranearon nunca fueron los campesinos y labradores, atados durante todo el año a las duras labores de la tierra y el ganado. Si acaso descansaban algunas horas los domingos, o en invierno, pero jamás se les pasó por la cabeza la idea de las vacaciones, un sueño inalcanzable para ellos y una palabra extraña por completo a su vocabulario, que únicamente empleaban para referirse a los convecinos que habían emigrado a la ciudad y volvían en agosto una temporada luciendo con desenvoltura el trato y los modales adquiridos.
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