Lecciones no aprendidas

Podíamos aprender de la naturaleza, que, en otoño, después de los esplendores del verano, recoge galas, entrega cosechas y se ensimisma para pasar en silencio los rigores de la estación fría.

Podíamos, pero tampoco lo hemos hecho, haber aprendido de la pandemia, que, ahora, y felizmente, por fin parece que va remitiendo. A lo mejor es que ya lo hemos olvidado, pero en los largos meses del confinamiento estábamos convencidos de que, cuando pasara, íbamos a vivir de otra manera, más despacio, sin tantos alardes ni ambiciones, y dándole más importancia a lo que de verdad cuenta.

Pensábamos entonces que nada iba a ser igual después, que el mundo y nuestra vida serían distintos, y resulta que apenas hemos empezado a vislumbrar la luz al final del túnel y ya estamos otra vez como antes, las mismas prisas, los mismos problemas, los mismos ruidos: el de la política partidista, el del tráfico desaforado, el de los otoños calientes… Un horizonte de oscuros nubarrones igual que siempre, y con las negras perspectivas de un invierno, en lo energético (la luz y la calefacción), como los de posguerra.

Los únicos ruidos que se apagaron, la otra tarde, y por unas horas solo, pero suficientes para sembrar la alarma y sumir en la desesperación a los usuarios, que no sabían cómo pasar el tiempo –¡menudo problema!– fueron los de WhatsApp, Facebook e Instagram. Los ruidos de las redes sociales, a las que les viene que ni pintada la descripción que hizo Ovidio del recinto de la Fama en su famoso libro «Metamorfosis»: «…y circulan por todas partes, mezcladas con la verdad, mil patrañas y rumores, y revolotea un batiburrillo de palabras. Unos atiborran de chismes los oídos ávidos, otros transmiten lo que le han contado a un tercero, y va creciendo el tamaño del bulo, y cada nuevo chismoso añade algo a lo que ha oído» («Metamorfosis», libro XII).