Opinión
Sisuka, un milagro
Por si alguno de los pacientes lectores de esta sección se resistía aún a creer que la realidad supera casi siempre –y sin casi– a la ficción, que lea con atención esta historia, enteramente verídica desde el principio hasta el final, y ocurrida tal y como a continuación se cuenta.
La protagonista es Sisuka, que enseguida sabrán quién es, y un joven matrimonio y sus dos hijas. Viajaron estos el pasado mes de septiembre desde Madrid a un pueblo de la montaña de León para pasar el fin de semana, y allí tuvieron noticia de una camada de gatitos recién nacidos y sin dueño que merodeaban muy cerca de su casa; las niñas, preocupadas por su estado –dónde dormían por la noche, cómo iban a pasar el invierno, si se morirían de hambre– incluso se cuidaron de que no les faltara comida.
Como de costumbre, el domingo por la tarde regresaron en coche a Madrid, y el viaje –400 kilómetros y cinco horas– transcurrió con normalidad. También como de costumbre, el lunes y el martes siguientes la madre llevó en el mismo coche a las niñas al colegio, distante una media hora. Y fue ese martes por la tarde cuando, de vuelta ya en casa, subió el portero de la finca a avisarles de que dentro de su coche aparcado en el garaje se oía maullar a un gato. Incrédulos, bajaron de inmediato y, efectivamente, era del coche de donde provenían aquellos maullidos lastimeros y cada vez más apagados.
Miraron y remiraron en los bajos, en el maletero, detrás de las ruedas, y nada. Se les ocurrió entonces abrir el capó y allí, tras un minucioso reconocimiento, localizaron por fin una cabecita tiznada de negro. Era lo único que se veía, en lo más escondido del motor, al que en algún momento debió de acceder mientras el coche estuvo en el pueblo.
Pero todos los esfuerzos por rescatar al animalito resultaron fallidos.
Alguien recordó que en casos así lo más aconsejable era llamar a los bomberos.
Que no podían hacer nada, fue la respuesta al explicarles los detalles, y que la solución más rápida era llevar el coche a un taller para que extrajeran o desmontaran el motor.
Afortunadamente, no fue necesario, pues, en un último intento, la habilidad y el ingenio de una de las niñas lograron al fin extraer del agujero el cuerpo del gatito, que, completamente exánime, negro de hollín y sin apenas ser capaz de abrir los ojos, temblaba de miedo entre sus manos.
–Pobre gatita, es un milagro que haya sobrevivido –corroboró la veterinaria cuando, a la mañana siguiente, la examinó–. ¡Un viaje de cuatrocientos kilómetros y más de dos días metida en un agujero del motor, sin comer ni beber! Se podía haber asfixiado, o haberse caído por ahí en cualquier sitio, pero aguantó. Se ve que estaba predestinada a que la acogieran ustedes.
Así lo habían entendido también los aludidos, que nada más rescatarla se apresuraron a reservarle un rincón de su casa a Sisuka, el nombre con el que la bautizaron las niñas.
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