Opinión
Digitalizar al profesor
Digitalizar, esa es la consigna que impera hoy en el mundo educativo.
Digitalizar el estudio, para lo cual se destierran por obsoletos e inservibles los libros de texto en favor de las plataformas digitales. Así los alumnos, que, en casa y en la calle, se pasan la mitad del tiempo absortos en la contemplación y el tecleo de sus teléfonos móviles, seguirán también en el aula pendientes de una pantalla.
Digitalizar las tareas de clase, que, en la mayoría de los casos, suelen consistir en apretar una tecla, rellenar un espacio vacío, consultar si acaso alguna web y contestar a todo lacónica y telegráficamente, porque los ejercicios (así se llamaban antes) y actividades digitales no requieren explicaciones largas, solo respuestas concretas y unívocas, que no se presten a la interpretación y sean fáciles de evaluar. Lo cual invita a plantearse si es esta la mejor forma de adquirir una de las competencias básicas de todas las etapas educativas, la expresión escrita, esto es, la capacidad de exponer y desarrollar con orden y sentido las ideas, opiniones y conocimientos.
Digitalizar las pruebas (exámenes es vocablo proscrito) y calificaciones, que solo así serán exactas y verificables, a fin de que la evaluación (perdón, «el proceso de recogida de evidencias y de formulación de valoraciones”), que ya no se expresa en notas sino en forma de nebuloso informe con ítems, sea justa y matemáticamente objetiva. Como si se desconfiara del profesor o se dudara de su imparcialidad. Cuando la verdad es que, bien mirado, la tradicional y «humana» forma de corregir ahora tan denostada permitía al profesor apreciar y valorar determinados factores que le servían para premiar el esfuerzo y las ganas de aprender del alumno aplicado, o para llamar la atención y espabilar al que, aun teniendo talento y pudiendo rendir más, se conformaba con lo justo para ir tirando. La actitud, podríamos decir, y a ver si no era eso también justo y equitativo, y proporcionado y ejemplarizante.
Ya puestos, lo único que faltaría es robotizar y digitalizar también al profesor. Porque si todo se informatiza y deshumaniza y todo ha de ser matemático y comprobable, ¿en qué se va a convertir, por este camino, el profesor? ¿En un mero inductor de tareas informáticas? ¿Dónde y para qué entonces el saber, la formación, la experiencia? ¿Y la vocación, tan reivindicada y valorada hasta que llegó la barahúnda de la pedagogía arrasando con todo? ¿No habíamos convenido en que ha de ser él la figura de autoridad –intelectual, humana y moral–, el referente y la pauta que el alumno necesita?
Y siguiendo con las preguntas: ¿por qué esta rendición incondicional a las tecnologías digitales en el mundo de la educación? ¿Por qué se da por buena la superioridad de las pantallas sobre los libros? ¿Por qué si, hablando de la lectura en general, los libros impresos en papel han triunfado, y cada vez más según parece, sobre los e-books y otros formatos electrónicos, en la escuela no se cuestionan las bondades de lo digital? ¿No será el uso excesivo de los dispositivos electrónicos, y la información fácil y sin contrastar ni digerir que ello genera, una de las causas del problema educativo?
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