El dopaje divino de Ulises y la ética de ser el mejor
¿Qué queda de aquel movimiento de idealistas amantes de la antigüedad y las humanidades clásicas en nuestro mundo global y mercantilizado?
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En 1894, cuando Pierre de Coubertin impulsó los modernos juegos con la creación del Comité Olímpico Internacional, culminaba la fuerte corriente filohelénica del siglo XIX y se consagraba la veneración de la antigüedad grecolatina a través de la tradición clásica en la institución deportiva internacional más importante del mundo moderno. No solo la celebración de los primeros juegos modernos en Atenas rendía tributo al antiguo olimpismo, sino que el lema propuesto por Coubertin suponía una loa a los ideales éticos y estéticos de la tradición clásica: las palabras latinas, “citius, altius, fortius” (“más rápido, más alto, más fuerte”) eran todo un “programa de belleza moral”, según el barón.
La deuda con la cultura clásica y sus ideales de excelencia ética y estética –la “areté” griega, la “virtus” latina– era más que evidente. Pero, ¿qué queda de todo aquel movimiento de idealistas amantes de la antigüedad y las humanidades clásicas en nuestro mundo global y mercantilizado de hoy? Podemos reparar en el abismo que media con el mundo de los juegos de Tokio 2020. Pero también las bases del antiguo olimpismo están bastante lejos de la idealización coubertiniana de 1894.
Puede que el entrenamiento para la caza, en las viejas sociedades de cazadores-recolectores, y para la guerra, en estas y en los posteriores estados agrícolas de la antigüedad, esté remotamente en la base de los juegos, con motivos bélicos, pero también religiosos y artísticos, en torno a las élites, en el trasfondo. Pero, como siempre entre nosotros, hay que acudir a Grecia en el principio de nuestras tradiciones. El primer poema de Occidente, la “Ilíada”, se hace eco por primera vez del ideal de la competición sana para ser el mejor. Su protagonista, el inefable Aquiles, muestra de la ética aristocrática y guerrera de la Grecia arcaica: ser el mejor (“aristos”) de todos, no solo en combate sino también demostrar continuamente que uno es el mejor en las competiciones atléticas. Los héroes griegos, con Aquiles, “el de pies veloces”, a la cabeza, expresan su deseo de “ser siempre el mejor y superar a los demás”.
En ciertos pasajes de la “Ilíada”, llamados aristías, se pone el foco en los guerreros más diestros que combaten en duelos singulares como una suerte de prueba deportiva. A Aquiles le tocará brillar en los cantos 20 a 22, cuando devasta él solo a los troyanos y acaba con su paladín Héctor, que ha matado a su amado Patroclo. Pero, una vez acabado el combate, la demostración de excelencia continua en el atletismo. Aquiles organiza unos juegos fúnebres en honor de Patroclo, que se inician con su pira funeraria; el recuerdo de la llama que preside las olimpiadas actuales es inevitable. Los héroes compiten en un pasaje inolvidable que puede ser el primer testimonio de la prueba de velocidad, que, ayer y hoy, ha sido la prueba reina. Citamos el pasaje (23.740 ss.) en la espléndida traducción del helenista Óscar Martínez García (Alianza, 2004):
“Entonces Aquiles sacó nuevos premios para la competición de velocidad: una bruñida cratera de plata de seis medidas de capacidad, que en belleza superaba con mucho a todas las de la tierra, ya que la habían labrado magníficamente los habilidosos artesanos sidonios y habían sido los marinos fenicios quienes la habían transportado por el brumoso mar hasta desembarcarla en un puerto (…). Ahora Aquiles la ofrecía como premio en los juegos en honor de su compañero Patroclo para el que demostrara ser el más rápido con la velocidad de sus pies. Para el segundo propuso a su vez un gran buey y para el último depositó medio talento de oro. Poniéndose en pie entre los guerreros griegos pronunció estas palabras: “¡Levantaos los que queráis tomar parte en esta competición!”. Al instante se levantó el veloz Ayante Oileo, así como Ulises, y a continuación el hijo de Néstor, Antíloco, pues derrotaba a todos los jóvenes con la velocidad de sus pies. Entonces ocuparon sus puestos en línea, y Aquiles les señaló la meta y les trazó un recorrido desde la marca de salida”.
Se ve aquí cómo hay tres premios –que difieren de los actuales pero que, en esencia, van en escalón de calidad– siguiendo el esquema tripartito de la mentalidad clásica: oro, plata y bronce son los metales de las tres edades de Hesíodo o los tres tipos de alma en Platón, en un viejo escalafón indoeuropeo. Aunque aquí el premio es plata, en Homero se ve el primer pódium de la historia de la velocidad: Ulises, Ayante y Antíloco. El siempre astuto Ulises cuenta con una suerte de “doping” divino, ya que le ayuda la diosa Atenea haciendo que Ayante tropiece y caiga sobre una boñiga; tal vez hoy día habría sido descalificado, si bien Ayante se toma con gran deportividad su contratiempo.
Los poemas homéricos son del siglo VIII a.C., aunque rememoran un mundo más antiguo y ya entonces periclitado, el micénico de c. 1200 a.C. Sin embargo, fue en su época cuando se data el origen de las olimpiadas. La tradición según la cual se habrían celebrado los primeros Juegos de Olimpia en el 776 a.C. tiene un cierto respaldo arqueológico: esa fecha mítica suele mentarse como origen del mundo clásico (junto a la fundación de Roma en 753 a.C.) y sirvió a los antiguos griegos para sus dataciones. En cualquier caso, a comienzos del siglo VI a.C. ya se celebraban regularmente los cuatro grandes juegos panhelénicos: los de Olimpia (oeste del Peloponeso) en honor de Zeus, los de Nemea (en el nordeste del Peloponeso) también en honor de Zeus, los del Istmo (cerca de Corinto) en honor de Posidón, y los de Delfos en honor de Apolo.
Precisamente se detecta el surgimiento de estos juegos, según sus fundaciones míticas, coincidiendo con el comienzo de la construcción de los templos y el desarrollo de la gran arquitectura arcaica. Y tienen un importantísimo reflejo artístico y literario: reparemos en que había competiciones literarias y musicales de renombre, a la par que las deportivas, por ejemplo en Delfos.
El olimpismo antiguo se basaba en la idea de “agón”, cuya traducción más aproximada sería la de “certamen” o “competición”: esta estimulaba a ser considerado como el mejor en un ideal heredero de la aristía homérica y la ética nobiliaria arcaica. Pero también está allí el afán de competitividad de los “basileis” (reyes) arcaicos, los posteriores tiranos y las “poleis” de diverso signo: cuando el modelo militar de los duelos singulares es sustituido por el ejército hoplitico, en la polis arcaica, estos primitivos juegos organizados por los prominentes encuentran sus ecos en los juegos panhelénicos, donde se hacía ostentación pública de excelencia en unas competiciones que proporcionaban a los destacados de cada ciudad un buen escaparate para mantener su prestigio más allá de sus respectivos dominios. Aparte de la ética individual, se instaura un modelo de competencia política.
En estos juegos tendrán ocasión de encontrarse los mejores de las diversas ciudades griegas y exhibir su destreza y también su poderío económico. No solo serán juegos de esfuerzo individual, sino también carreras de carros de caballos y de mulas financiadas con espléndida munificencia por los poderosos. Conocemos bien, por ejemplo, gracias a las “Odas” de Píndaro, el esplendor de los tiranos de Siracusa que financiaban a corredores en estas carreras, origen lejano del hipódromo posterior en Roma Grecia y Roma. Las pruebas iban desde la carrera, la más antigua, al pentatlón o las artes marciales, como el boxeo, el pancracio o la lucha (“pale”, de donde “palestra”). En ella Milón de Crotona fue cinco veces vencedor olímpico en el siglo VI a.C. Su intento fallido, a los cuarenta años, de ganar la sexta olimpiada es un ejemplo de que un segundo puesto no reducía la gloría conseguida previamente: lo sacaron a hombros del estadio y pasó a la Historia como el mejor atleta de Grecia en esa arte marcial. Estos y otros casos, además de un excelente repaso por la historia del antiguo olimpismo los estudia Fernando García Romero en “El deporte en la Grecia antigua” (Síntesis 2019), a la que nos remitimos.
Hay un largo trecho desde el antiguo olimpismo hasta hoy: pero es uno de los legados más influyentes del mundo clásico en nuestra cultura actual, como otras muchas aportaciones que nos recuerdan su vigencia y la necesidad de reivindicarlo espiritualmente en estos tiempos de descrédito de las humanidades y, en especial, del griego y el latín. Sociedades como la SEEC, en las que estudiosos como los citados han ejercido responsabilidades, intentan luchar por estas disciplinas que nos recuerdan nuestros orígenes y nos inspiran aun hoy a ser mejores, en lo individual y lo colectivo.