Alfonso, un fotógrafo entre el asombro de lo cotidiano y el reporterismo de guerra
El Canal de Isabel II le dedica una retrospectiva sobre su obra que abarca todas sus facetas, desde la Guerra de Marruecos hasta la posguerra española, pasando por los retratos de Unamuno, Lorca, Millán Astray y Antonio Machado
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En 1922, Alfonso prescindió del magnesio para retratar a Abd el-Krim, el hombre más odiado en nuestro país y el responsable de muchas de las penurias y vesanias que los españoles padecieron durante la Guerra de Marruecos. En las verbenas y fiestas se colgaban peleles con su rostro y a los asistentes se les ofrecía el divertimento de golpearlo y desfogar su rabia sobre esas marionetas a cambio de un modesto estipendio de diez céntimos. Pero cuando se le brindó la oportunidad única de fotografiar al líder de los rifeños en Marruecos, un momento que con toda probabilidad jamás volvería a tener a su alcance, él lo retrató apoyándose en un único recurso: la luz natural. Tenía entonces diecinueve años y esa temprana valentía daba prueba de una precocidad insospechada para comprender la naturaleza cambiante que subyace en las sombras, los brillos, la claridad, el contraluz y los demás pormenores que esconde la fotografía.
En ese momento aún no era Alfonso, sino «Alfonsito» –años después, Franco, al que conoció en el norte de África, le comentaría medio en broma: «¿Te acuerdas cuando a ti te llamaban Alfonsito y yo era Paquito?»– y ya había dado los primeros pasos de su trayectoria bajo la égida de su figura paterna (quien inició un estudio fotográfico en Madrid) y un nombre que se convertiría posteriormente en una marca mítica: Alfonso.
Sería «Alfonsito», apellidado Sánchez Portela, primogénito de la familia, quien marcaría con su talento el devenir de ese nombre. Él pertenecía a ese clan de periodistas inquietos que bajan a calle para perseguir lo noticioso que duerme en los órdenes de lo común. No era solo un reportero de lo costumbrista, que se limita a tomar la instantánea del alcalde que visita un hogar de niños huérfanos, los bañistas que se remojan en el Manzanares, las multitudes que convocan las fiestas de San Antonio o el día a día que rodeaba el Puente de Vallecas en 1925. Él también buscaba el asombro de lo cotidiano, sacando así unas estampas de tintes surrealistas, como el traslado de un elefante disecado, trofeo de caza de algún conde o noble, por las calles de Madrid. Pero también daba fe de esa tectónica de violencias que de manera soterrada comenzaba a moverse en la sociedad española y que preludiaban ya posteriores dramatismos.
Alfonso retrataría reyes, inmortalizaría desastres naturales, como las inundaciones de Andalucía; accidentes trágicos, como el incendio de un coso teatral que alimentaría las páginas de suceso; o las agitaciones derivadas de las huelgas que reprimirían los guardias de turno. No procedía con la ambición artística de dejar a la posteridad un legado destinado a perpetuarse en la memoria, sino que se movía con la urgencia de plasmar lo que acontecía a lo largo de los días y las noches. Sin embargo, sin reparar en ello, consignaría parte de la historia de España del siglo XX. Alfonso se convertiría en un testigo privilegiado de los pulsos políticos que terminarían desembocando en una contienda que nadie había previsto antes. Estaría en los mítines del Frente Popular los discursos de Azaña y al lado de Dolores Ibárruri en Las Ventas. Daría fe de la caída de la monarquía, la proclamación de la Segunda República, el asesinato de Calvo Sotelo y del estallido de la Guerra Civil española. Alfonso, que se quedó del lado del Gobierno, acudiría al frente y daría nota fiel de los combates que se entablaban. Cuando terminó, lo tildaron de izquierdoso y cayó en desdicha. Con lo que nadie contaba es con el mito. Un aura que lo ha llevado hasta hoy.